Revue de la BPC                                                                   THÈMES                                                                  II/2006

 

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Mise en ligne le 17 novembre 2006

 

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La pervivencia de la persona

 

par Olsen A. Ghirardi (*)

 

 

Sumario:  I. Introducción. 1. La reflexión filosófica. 2. La persona y el derecho II. De la idea de progreso a la idea de cambio. 1 Significación de los términos (progreso y cambio).  2. El progreso como proceso total de la humanidad. 3. Origen y desarrollo de la idea de progreso en la Europa Ilustrada. III. La idea de cambio. 1. La aparición de la idea de cambio. La  Encíclica Rerum Novarum. La Encíclica Centesimus Annus.  2. La idea de cambio en las últimas décadas. IV. La noción de persona. 1. El origen de la noción de persona en Occidente. 2 La secularización de la noción de persona. 3. El límite del cambio. V. La pervivencia de la persona

 

 

I. Introducción.

 

1 .La reflexión filosófica.

 El hombre, el ser humano, desde el punto de vista biológico, está ubicado en un punto determinado de la escala zoológica. No sólo eso; ocupa el extremo superior de la pirámide. Es cierto que quienes establecen la escala están comprendidos en las generales de la ley, pero el punto máximo de ella, para la generalidad, pareciera una conclusión suficientemente objetiva.

Pero el hombre no es un mero individuo biológico. Es, además,  persona,  y siendo persona, goza de la capacidad de desarrollar, a partir de su nacimiento, su propia personalidad y tratar de lograr la máxima expresión de la especie humana.   

El hombre es una unidad ontológica y, como tal, nos preocupa su realidad, porque, según sea ella, se podrán inferir calificaciones y establecer las óptimas conductas para regir su vida espiritual y material.

Es verdad que, para muchos científicos, para ciertos pensadores, el hombre puede ser considerado como un animal más, bien que ocupando la cima de la escala zoológica. Su aptitud por estar dotado de racionalidad, su calificación como  racional, político, libre, igual a sus semejantes, etc.,  le coloca en una situación aparentemente harto satisfactoria en el orden de los demás seres que habitan el cosmos. Pero todo ello, no quiere decir que forzosamente debamos admitir que es sólo un animal más.

Sí; no negamos que nos estamos colocando en una actitud que pareciera subjetivista y parcial ante todos los seres que habitan nuestro universo. Por eso, no nos conformamos con una postura simplista y cómoda. Necesitamos indagar, explorar algunos aspectos de este ser tan singular, que intenta dominar el cosmos, todas las cosas y los demás seres...e incluso a sus semejantes.

Nuestro objetivo, en estas líneas es ciertamente modesto. Destacaremos ángulos de observación y expondremos nuestras conclusiones, sin alardes de querer ser originales, de abarcar toda la realidad y de creernos dueños de toda  la verdad; humildemente diremos aquello que nos convence y que nos ha persuadido.

¿Qué hay en el hombre, en la persona? ¿Cuál es su origen, su fin?  ¿Qué encuentra en su paso por este mundo? ¿Cuál es el sentido de sus creaciones? ¿Qué sentido tiene su vida y su muerte?

Creemos que tenemos respuestas, pero nuestra insignificancia quizá no nos permita llegar a ellas de manera exhaustiva. Confiamos en la capacidad de la mente para lograr el conocimiento de las cosas, de los seres, de nosotros mismos. Y si no lo logramos nosotros, es posible que hayamos compartido un camino con otras personas que tenían nuestra misma inquietud y esa compañía nos produce una gran alegría, porque, alguien –según esperamos- alguna vez alcanzará esos objetivos.

 

 El hombre es un “animal político”, ya lo  decía Aristóteles, en su Política (cap. I). Se nos ocurre preguntarnos: ¿Cuando el hombre es más que un simple animal? El hecho de que sea “político”,  ¿lo hace más que “animal”? ¿Cuando supera su “animalidad”?  ¿Cuando vive su vida social –y, entonces es animal político-  o cuando tiene momentos de soledad y medita sobre sí mismo, reflexiona, y piensa acerca de su origen, su destino y, más allá, el origen del universo, su fin, esto es, si es posible que tenga un fin y, si lo tuviera, qué modalidad asumiría?

F. Hölderlin le hace decir a Hiperión  que el “hombre es un dios cuando sueña, pero es un mendigo cuando piensa”. De verdad,  no quisiéramos  condenarlo a ser un eterno mendigo. ¡Qué felices son los que realmente tienen la capacidad de pensar¡  Siempre, desde nuestra adolescencia, hemos creído que no seríamos hombres –y menos personas- si no tuviéramos la capacidad de pensar y la capacidad de creer.

 Esa unidad que el hombre conforma, esa unidad de cuerpo y espíritu, que es persona y que encuentra su personalidad con el nacimiento, y la desarrolla en el mundo a medida que suma experiencia y reflexiona, es la que lo salva de una mendicante condición.

El pensar, el sentir, el ser capaz de una conducta racional y justa, ha contribuido para que el hombre bajara del árbol y caminara la llanura. La vida interior, la reflexión, la conciencia de volverse sobre sí mismo en una doble flexión del espíritu, hace que la animalidad sea desbordada y se humanice su materia.

 

 De ahí que sea preciso hacer preceder toda reflexión sobre la conducta humana, para establecer las normas que la rijan, por una Antropología, por una Antropología  no sólo  física ni sólo biológica, sino también filosófica. Los reduccionismos, ideológicos o no, fraccionan la unidad de la condición humana. En el mundo que nos acoge se produce el encuentro de la persona con otras personas. Y, ese encuentro, sólo es tal, cuando concebimos a cada hombre como una unidad ontológica.

Queremos deslizar aquí algunas reflexiones filosóficas y meditar, si es posible acerca de la pervivencia de la persona humana. ¿Es posible, acaso, hablar del derecho a la pervivencia de la persona?  ¿O es un deber? ¿O,más bien, un derechodeber?   

 

 

2.        La persona y el derecho.

A su vez, el derecho no puede ser concebido sin el hombre. Desde otro ángulo, desde el punto de vista ontológico, la persona humana no supone inmediata y necesariamente el derecho. Su desarrollo se manifesta como un fenómeno cultural en el seno de una comunidad o sociedad. En cuanto la persona adviene, en una sociedad, la sustancia individual que la constituye se evidencia como portadora de derechos fundamentales. De ellos, derechos esencialísimos, son: el derecho a la vida, en el orden biológico, y el derecho a la libertad, en el orden espiritual. La razón del ser humano tiene parte primordial en el descubrimiento de esos derechos y de la toma de conciencia plena de ellos.

 

Y, así como la muerte es una propiedad biológica del individuo humano considerado con relación a sí mismo, los derechos fundamentales son una propiedad de la persona humana considerada ésta en su relación con las demás.

 

La tecnología de guerra, las armas nucleares de nuestra época, los frecuentes y violentos conflictos, la acción irracional y depredadora del hombre, la escasez de agua potable y alimentos, el aumento de la población, la pobreza y la miseria, en fin, que colocan a la persona a un nivel infrahumano, ponen en peligro la misma existencia de la humanidad. El derecho a la vida, es, en consecuencia, más que eso; es un derecho a la pervivencia  de la persona humana. Ésta es la última frontera, pues más allá ya no hay nada. Sin vida, no hay persona; sin persona, no hay derechos. En este punto la humanidad abre los ojos al abismo de su propio aniquilamiento.

 

Los genocidios que hemos conocido, que han ocurrido y que aun ocurren hoy, los bombardeos masivos e indiscriminados, las masacres infernales que asolan nuestro planeta, y otros hechos no menos horrendos, han puesto en evidencia que el mundo necesita revalorar sus principios morales y jurídicos. Los años que vivimos siguieron mostrando, no obstante, que los embates contra la persona humana individual, por una parte, y  contra la humanidad, por otra, lejos de atemperarse, se han multiplicado. El terrorismo de diverso signo, con el absoluto desprecio de la vida humana, las profanaciones ecológicas, la manipulación de los sistemas genéticos, los fundamentalismos de toda especie,  son otros tantos ejemplos de una actitud que no tiene precedentes.

 

Perelman ha dicho que con los procesos de Nuremberg se ha producido un cambio en la manera de considerar ciertos problemas jurídicos. Se pregunta si, cuando el delito es monstruoso  (de lesa humanidad), es menester exigir todavía que haya una ley positiva anterior a su comisión para poder juzgarlo válidamente. Afirma luego que la forma de argumentar ante tribunales que acentúan la equidad ante la ley positiva, es distinta a la anterior modalidad que daba preeminencia a la legalidad y a la seguridad jurídica y hacía del aspecto sistemático y deductivo del razonamiento su mayor mérito (1).

 

Pero nosotros nos preguntamos, tratando de calar más profundamente en el problema, si esta lucha en la última frontera, entre la vida y el aniquilamiento, no afecta también y principalmente la noción de persona.

Sin embargo, previamente, antes de entrar a ese punto capital, nos vemos obligados, en el marco de nuestra concepción, a hacer referencia a la evolución de las ideas.  Nos permitiremos pasar revista  brevemente a lo acontecido en los últimos tres siglos con la mira puesta, especialmente en el mundo europeo. Descansaremos en una tesis.  Después de tomarnos esa libertad, centraremos la cuestión en un problema importante vivido por la sociedad y asumido por el derecho: una profundización en el estudio de los derechos de la persona humana, y, sobre todo, de la noción de persona humana.

 

II. De la idea de progreso a la idea de cambio.

 

1. La significación de los términos progreso y cambio.

La tesis sobre la cual queremos reflexionar primeramente en estas páginas podría ser sintetizada de esta manera: “La idea de progreso  fue la gran impulsora de la humanidad en el siglo XVIII y parte del siglo XIX, pero en el siglo XX, ella aparece sustituida, a medida que avanza su culminación el final del segundo milenio, por la idea de cambio. Esta orientación, que se refleja en grandes áreas del pensamiento y en insignes pensadores, aparece insinuada también en el campo jurídico”.

 

Nos proponemos discurrir sobre el tema para probar nuestros asertos. Esperamos que, al finalizar nuestra tarea, hayamos encontrado –por lo menos- una base de verosimilitud para tales afirmaciones.

 

Mas, antes de entrar de lleno en esas disquisiciones, deseamos, para hacer más inteligible la cuestión, detenernos en el significado de los vocablos fundamentales implicados en la tesis.

 

La palabra progreso, en un primer momento, connnota la acción de ir hacia adelante; implica también un acrecentamiento; y, en una segunda visión, significa el logro de una perfeccción, de una excelencia. Pareciera que “progreso” apunta hacia el coronamiento de la plenitud de la esencia de cada ser o, en su caso, de ciertos sectores de la sociedad o de las naciones, o, también, de la humanidad.

 

El progreso –se ha polemizado al respecto-  puede ser concebido como un progreso al infinito (progressus in infinitum) o, simplemente, como señala Ferrater, un progressus in indefinitum, es decir, un infinito potencial y no actual, un progreso indefinido y no infinito.  

 

Sea lo que fuere, como quiera que el progreso no se alcanza, en lo concreto, de una manera instantánea, supone un proceso. Este vocablo significa movimiento y novedad. Es decir, en lo móvil de la vida de las sociedades, aparecen, en su interior o en su entorno, novedades, que pueden  implicar problemas u obstáculos que será menester salvar. Ello conduce a la búsqueda de soluciones que generan otros movimientos en otras direcciones y, de esa forma, el movimiento se hace proceso y el proceso, en la concepción de las posturas optimistas, se ve como progreso. Hallamos que toda actitud progresista es inevitablemente optimista.

 

Por su parte, la noción de cambio es significativamente más neutra. Cambiar implica alterar, transformar, pasar de una cosa a otra. En suma, es también movimiento. La raíz latina mutare  conlleva una carga semántica que puede apuntar hacia lo superficial o hacia lo profundo (accidental o esencial). Cuando el cambio quiere expresar alteración indicamos con el vocablo alter  (lo otro), que lo que cambia es la esencia de la cosa.

 

Pero lo que deseamos subrayar aquí ­(lo repetimos) es que cambio es un vocablo más bien neutro, porque se puede cambiar para bien o para mal. El progreso significa siempre ir hacia la perfección. El cambio, por el contrario, puede ser tanto negativo como positivo o neutro. La idea de progreso es unidireccional (movimiento hacia lo perfecto) mientras que la idea de cambio es pluridireccional (movimiento progresivo, regresivo o neutro). Ambas ideas tienen en común el significar movimiento, devenir. Un filósofo ha podido decir que “todo progreso es cambio”; nosotros, por nuestra parte, añadiríamos que “no todo cambio es necesariamente progreso”.

 

En el despliegue significativo de estos conceptos se entremezcla también el vocablo desarrollo. Éste, igualmente, expresa acrecentamiento, aumento cuantitativo como progreso, y, a veces, cualitativo, es decir, incluye lo material y lo espiritual. Pero, generalmente,  cuando se habla de sociedades, países o naciones, el término apunta más bien hacia el orden económico, de tal forma que puede medirse su grado por índices confeccionados como patrones de medidas. 

 

Finalmente, se debe destacar que los vocablos de mucho uso en una época dada (ya sea, progreso, cambio o desarrollo) indican una profunda identificación de las sociedades que los utilizan con las ideas que ellos significan.  Es seguro que cuando un término no aparece en el léxico de una sociedad, es porque esa sociedad no tiene la idea que dicho término significa.

 

 

2. El progreso como proceso total de la humanidad.

 

Cuando se dice que el progreso es un proceso se quiere aludir también a un ingrediente fundamental que le sirve de marco: la idea de tiempo. Sin esta idea es muy probable que la idea de progreso no hubiese podido germinar. La conciencia del tiempo es, pues, una condición esencial para que el progreso pueda darse como proceso. No hay posibilidad de proceso sin tiempo.

 

Pero, a la vez que aparece la idea de progreso y se profundiza la conciencia de lo temporal, más y más se perfila como creencia, como idea que ha hallado el consenso  de toda o gran parte de una sociedad determinada. Y esa adhesión colectiva a la idea se produce porque el progreso se identifica con lo que es bueno, con lo que es deseable y valioso.

 

Si existe una fuerza que impulsa a una sociedad a adherir a la idea de progreso, como programa de vida para el futuro, que anida en forma de consenso general, forzoso es admitir que se encuentra perfilada sobre un sistema ético. La estructura descansa sobre el objetivo que se supone al alcance del hombre y que se destaca como valioso. De ahí que, no sólo se haga hincapié en el orden moral y en el comportamiento, sino también en el estilo político de vida. Diríase que aparece una condición fundamental que le da posibilidad de éxito: la libertad política, realizada en el seno de una sociedad democrática. El sistema anhela reposar en la comunidad, en toda  la sociedad y no sólo en una élite. La meta más cercana es el bienestar, la felicidad (o lo más próximo a ella) del mayor número posible y donde cada individuo sea consciente de su labor y de su destino.

 

Fácil es colegir ante estas premisas que la educación deberá ser un factor importantísimo del sistema. Y no sólo educación de la  élite sino también del mayor número posible. El progreso, en general, dependerá entonces, en alto grado, de una serie de progresos particulares: progreso del saber, de las ciencias y de las artes; de la organización institucional y social y de la distribución de bienes; de la técnica y de la eficacia de los servicios; y, en fin, de la conciencia moral del hombre.

 

Como se ve este ordenamiento no es para la trascendencia. Es la lucha para el logro de lo inmediato. No hay objetivos ultraterrenos. Todo ha sido pensado para el hombre, ahora y aquí. Y ése es el espíritu de la Edad Moderna.

 

Por eso, la idea de progreso adviene a poco de comenzar los tiempos modernos. El campo de acción para este hombre nuevo se veía ancho y fecundo. Todavía existían extensos horizontes por descubrir en este proceso que marchaba hacia la planetización  de la cultura. Ese espíritu, en breve expresión,  podría ser sintetizado con el hombre de espíritu cartesiano, lo que equivale a decir que la razón tiene la supremacía,  y el saber, desarrollado por esa razón, debía ser puesto al servicio de las necesidades humanas.

 

Empero, había  algo más aún. Las sociedades, los países, las naciones, se consideraban como miembros de una comunidad hermanada, que es la humanidad misma. Ya Pascal había dicho que “la totalidad de los hombres que han existido a lo largo de los siglos debe ser considerada como un solo hombre, que vive continuamente y aprende cada vez más”. La razón, así como descubre las leyes del cosmos con Newton, debe encaminarse a la tarea de encontrar también las leyes de la evolución de la humanidad.

 

 

3. Origen y desarrollo de la idea de progreso en la Europa Ilustrada..

 

En cuanto al oigen de la idea de progreso en la Exdad Moderna, pensamos que Francia es la nación que más se dejó cautivar con ella. No nos ocuparemos aquí de Fontenelle y del Abbé de Saint Pierre, que fueron los primeros en esbozar una teoría más o menos estructurada de la idea de progreso. Pasaremos a autores más conocidos que, con posterioridad, contribuyeron a burilar perfiles más definidos.

La  idea que nos ocupa es una idea común a los pensadores de la Ilustración y a los Ideólogos. Todos ellos la comparten y algunos la fundamentan. Pero hay también algunos autores,  que constituyen una excepción. Así, por ejemplo Montesquieu, en sus Cartas Persas (escritas entre 1717 y 1720) no dejó ideas claras al respecto, tanto que J. Bury se cree obligado a afirmar que “Montesquieu no se contaba entre los apóstoles de una idea del progreso” (2).

 

Quien se muestra un adversario de la idea del progreso, en forma clara y terminante, es J.J. Rousseau. En 1750 se presentó a concurso sobre el tema escogido por la Academia de Dijon, tema que titulara Discurso sobre las ciencias y las artes. Ahí pueden  leerse frases tan lapidarias como ésta: “Donde no hay efecto alguno, no hay causa que buscar; pero aquí el efecto es cierto, la depravación real, y nuestras almas se han corrompido a medida que nuestras ciencias han avanzado a la perfección”. Y más adelante añade: “Ciencias y artes deben, pues, su nacimiento a nuestros vicios; menos dudosos estaríamos de sus ventajas si lo debieran a nuestras virtudes” (3).

 

Pero, como se dijo, Rousseau representa la excepción. Creemos  que uno de los primeros pensadores que se ocupó del tema de una manera profunda y orgánica, fue Turgot (4). Muy joven aún –tenía 23 años- en su Primer discurso como prior de la Sorbona (3 de julio de 1750, el mismo año en que se convocó al concurso de la Academia de Dijon al cual se presentara el ginebrino), disertó sobre los beneficios que el establecimiento del cristianismo ha procurado al género humano, donde señaló una nueva perspectiva: interpretó a la historia de manera total –quizá siguiendo a Bossuet- pero lo hizo desde un punto de vista puramente natural. El género humano fue contemplado como algo único y total, después de haber partido de hechos  concretos.  En su Segundo discurso sobre los sucesivos progresos del espíritu humano  fue más explícito al expresar que “el género humano, considerado desde sus orígenes, aparece a los ojos de un filósofo cual un todo inmenso que, como cada individuo, tiene su infancia y su desarrollo” (5).

 

 No se conformó Turgot  con hallar fundamentos a sus ideas de  desarrollo  y progreso. Quiso señalar también su ritmo. Explicó las diferencias del progreso en distintas naciones, cuando dijo: “Sin duda el espíritu humano encierra por todas partes el principio de idénticos progresos; pues la naturaleza, desigual en sus beneficios, ha dado a ciertos espíritus una abundancia de talentos que, a otros, en cambio, ha rehusado” (6).

Más adelante, en su Plan de dos discursos sobre la historia universal –obra que fue bosquejada pero no concluida- vuelve sobre sus ideas ya desenvueltas. Hay un impulso que hace que “...el género humano...” “marche siempre hacia la perfección”. “...la historia universal abarca la consideración de los progresos sucesivos del género humano”...(7).

 

En parte,  concuerda también con Vico, cuando señala avances y retrocesos. “Los progresos, aunque necesarios, alternan con frecuentes decadencias producidas por acontecimientos y revoluciones que vienen a interrumpirlos. Además, han sido muy diferentes, según los distintos pueblos” (8).

 

Unos años más tarde, Condorcet (1745-1794), aprovecha en gran medida el pensamiento de Turgot y describe una teoría mucho más elaborada. De manera general, puede decirse que también acepta que, a veces, ha habido obstáculos o movimientos regresivos en la marcha de la humanidad hacia el progreso, pero subraya, en forma enfática, que hay una adecuada armonía entre el progreso social y el progreso científico y moral. Por lo demás, el progreso es inevitable, pero requiere un esfuerzo colectivo y una educación moral e intelectual constante. Contemplada en su conjunto, la historia de la humanidad nos muestra una serie de etapas que no son sino grados del progreso de la razón. El hombre, al progresar, se emancipa de la naturaleza y de los estrechos límites de la individualidad (9).

 

Los conceptos más notorios de Condorcet fueron volcados en su  Esquisse d´un tableau historique des progrès de l´esprit humain (10), escrito en 1793, y  publicado póstumamente en 1794/5.  Y es en el estudio  de la décima época de la humanidad, cuando el filósofo ilustrado incursiona sobe el futuro del progreso del espíritu humano, donde se perfila con más nitidez su teoría. Señala con singular convencimiento que  “la perfectibilidad del hombre es indefinida” (11). Con agudeza, encuentra que la palabra “indefinida” tiene dos vertientes semánticas: a) en un caso, expresa que “esta duración media de la vida, que debe aumentar sin cesar a medida que nos adentramos en el futuro, puede experimentar unos crecimientos, de acuerdo con una ley según la cual esa duración media se acerca continuamente a una extensión ilimitada, sin poder alcanzarla jamás”; b) en otro, “de acuerdo con una ley según la cual esa misma duración puede adquirir en la inmensidad de los siglos, una extensión mayor que cualquier determinada que le haya sido asignada como límite” (12).

 

 

III. La idea de cambio.

 

1. La aparición de la idea de cambio.

La Encíclica Rerum Novarum. La Encíclica Centesimus Anns.

 

Si el optimismo del Siglo XVIII y buena parte del XIX fuera azul, su cielo habría dejado de serlo, pues poco a poco fue cubriéndose de opacas nubes. La idea de progreso no pudo remontar con facilidad el final del siglo XIX y enfrentaba serios tropiezos (13).

 

Algunos pensadores darían la voz de alarma como Bukle (no hay progreso moral) y Draper. Otros dirán, simplemente, que el progreso es neutro;  que no entraña necesariamente mejoría, como Mill (14). Lo que quedaba bastante claro era que los progresos particulares (económico, industrial, científico, artístico, moral) no marchaban paralelamente al mismo paso. No obstante, había quienes, al finalizar el siglo XIX, se aferraban aun ciegamente a la idea de progreso. Las exposiciones industriales mostraban un evidente progreso material. La década de 1870 a 1880 todavía podía exhibirla como un artículo de fe.

 

Sin embargo, en 1891 apareció un documento que llamó la atención en el mundo. Ese año León XIII promulgó la Encíclica Rerum Novarum. Ella señala un primer gran problema que aparece como un obstáculo en el camino del progreso, que se llamó el problema obrero o la cuestión obrera. Estamos hoy a más de cien años de dicho documento, que, de tiempo en tiempo, ha venido a ser recordado, reafirmado y reactualizado, de tal forma que en su centenario, el Papa Juan Pablo II resolvió promulgar una nueva Encíclica que se denominó, precisamente, Centesimus Annus.

 

Los avances científicos y tecnológicos aplicados al comercio y a la industria habían producido un conflicto  entre el capital y el trabajo. Los sistemas económicos condujeron a una difícil situación que fue caracterizada de esta manera: Las cosas nuevas que el Papa tenía ante sí, no eran precisamente todas ellas positivas. Al contrario, el primer párrafo de la Encíclica describe las “cosas nuevas”, que le han dado el nombre, con duras palabras: “Despertada el ansia de novedades que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era de esperar que las ganas de cambiarlo todo llegara un día a pasarse del cambio de la política al terreno colindante de la economía. En efecto, los adelantos de la industria y de las profesiones, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el planteamiento del conflicto”(15).

 

Más arriba se ha dicho que la idea de progreso queda condicionada por la libertad humana. Si los obstáculos que provenían del campo económico-social fueron enormes, no fueron menores los que se derivaron de una concepción de la libertad humana que omitía el respeto a los derechos de todas las personas, olvidaba la verdad y la justicia y aniquilaba cualquier viso de solidaridad en el seno de la sociedad. Esta situación condujo a dos sangrientas guerras mundiales en la primera mitad del siglo XX (1914/18 y l939/45).  

 

La Encíclica Centesimus Annus, a su vez, insiste en el olvido del deber de respetar los derechos de las demás personas y asevera que “fueron guerras originadas por el militarismo, por el nacionalismo exasperado, por las formas de totalitarismo relacionado con ellas, así como por guerras derivadas de la lucha de clases, de guerras civiles e ideológicas” (16). Y más adelante: “El progreso científico y tecnológico, que debiera contribuir al bienestar del hombre, se transforma en instrumento de guerra: ciencia y técnica son utilizadas para producir armas cada vez más perfeccionadas y destructivas”(17).

 

Llegamos al punto de un proceso en el cual ya no es posible concebir la idea de progreso de una manera optimista o, al menos, de una forma tan optimista como pudieron hacerlo, por ejemplo, un Condorcet, un Cousin o un Jouffroy. La historia cambiaba de rumbo porque la amenaza atómica se cernía y se cierne sobre nosotros: el terrorismo particular o de Estado no fue una fantasía, los problemas ecológicos se precipitan, el uso extendido de la energía atómica se torna peligroso y la ingeniería genética abre horizontes que dibujan fronteras escalofriantes.

 

Los grandes obstáculos en los progresos particulares de los diferentes ángulos golpearon despiadadamente en el corazón de la idea de progreso. De ahí, las “ganas de cambiarlo todo”, a que hace referencia el párrafo citado de la Encíclica Rerum Novarum.

 

IV. La noción de persona.

 

La noción de persona también ha cambiado. El acontecer de genocidios, de actos terroristas, de bombardeos en masa y, en ocasiones, atómicos, ha inducido a una actitud más severa y ha hecho que se considere a la persona humana desde ángulos más profundos. Con ellos se han desvelado derechos adormecidos en la envoltura humana. El peligro de la extinción de la especie, el aniquilamiento del hombre, siempre presente en las guerras ideológicas y en los descubrimientos de la moderna teconología, ha impulsado al jurista a razonar sobre el filo de la navaja. No razonamos sobre lo obvio; pero sí razonamos sobre el hombre como tal, como persona y nos preguntamos: ¿se pone en peligro al hombre como persona, como especie, así como su mundo y la naturaleza misma?.

 

Para incursionar en este aspecto, dado que avanzamos hacia problemas críticamente últimos, nada mejor que recordar cómo ha nacido en Occidente la noción de persona. Cuando la crisis golpea, para salir del paso, debemos preguntar por el origen del problema.

 

1. El origen de la noción de persona en Occidente.

 

Los griegos tuvieron una concepción cósmica de la persona humana. El hombre fue pensado como una cosa entre todas las demás que constituían el mundo, y, como consecuencia, el derecho suponía una relación que era parte de una regulación que regía todo el universo.

 

Occidente rehizo el camino. El cristianismo abrió otro horizonrte. Y el problema se planteó desde el inicio con una perspectiva teológica.

Sin embargo, la noción de persona en cuanto concepto cultural, no es permanente ni está aherrojada en un compartimento inmóvil. El tiempo la afecta con el cambio de las circunstancias. Los griegos y romanos tuvieron una noción bastante simple cuando se propusieron delimitarla. En Aristóteles, la noción de hombre como persona quedó cristalizada como una sustancia individual racional dentro de la gran sinfonía de su sistema. El hombre fue, en su concepción, una ousía racional.

 

Cuando se inicia la Edad Media la noción de persona, si bien con reminiscencias aristotélicas, sufre una transformación con Boecio (480-524/5), ya que, cuando pensó su famosa definición, tenía en la mente un problema teológico. En efecto, Nestorio había afirmado que en Cristo había una doble naturaleza y una doble persona. A su vez, Eutiques expresaba que había en Cristo una sola  persona y una sola naturaleza.

 

Por consiguiente, cuando Boecio hubo enunciado su definición diciendo que la “persona es una sustancia individual de naturaleza racional” estaba resolviendo un problema teológico, surgido de las herejías cristológicas y estaba afirmando que puede darse una unión sustancial en un supósito o una misma persona, esto es,  que permite subsistir en su distinción, a dos naturalezas unidas sin confusión (18). Santo Tomás explicaría después que el vocablo individual  añadido a la definición de persona excluye de ella la razón de poder ser asumida; y “así la naturaleza humana en Cristo no es persona, porque fue asumida por otra más digna, el verbo de Dios” (19).

 

 La definición de raíz teológica perduró en el tiempo (20). Mas, al llegar la Edad Moderna irrumpieron otras nociones, ya no teológicas,  sino basadas en concepciones filosóficas. Así como no es frecuente mencionar el origen teológico de la problemática en nuestra cultura occidental, origen que de cerca o de lejos puede teñir la respuesta filosófica, fue costumbre citar permanentemente la “sabia explicación” que Aulo Gelio nos proporcionó en sus  Noches Áticas (21). La máscara, que tan bien sirve a los devaneos literarios, no hizo sino distraer la reflexión filosófica para dar lugar a soluciones apresuradas y banales.

 

2.  La secularización de la noción de persona.

 

Quien quiso sacudir la tutela de las resonancias teológicas de manera definitiva, en la Edad Moderna, fue John Locke (1632-1704). Hombre afortunado, ubicado en un nudo de la historia, tuvo una enorme influencia para la posteridad anglosajona y más allá de ella. Cuando Locke escribía los Two Treatises on Government (obra editada en 1690) dedicó el primero de ellos a refutar las ideas de Robert Filmer, que éste expresara en sus libros Patriarca y Observations..., en los que éste defendía el origen divino de los poderes políticos de los reyes, sosteniendo su actitud con argumentos fundados en el orden teológico.

 

Locke abraza el estudio de la sociedad civil para explicar que cada individuo humano que la constituye, expresa o tácitamente, presta su consentimiento  para ello y se somete a la decisión de la mayoría.

 

Si alguien quisiera probar que la historia de la noción de persona en Occidente es el estudio de su desacralización, hallaría en Locke un buen hito en ese camino. Y no sólo por la polémica de Locke con Filmer a raíz de la tesis del Patriarcha (22). Ocurre, además, que el punto de partida de Locke está impuesto por la circunstancia histórica y ésta incita a abandonar la vieja idea del derecho divino de los reyes. El Parlamento es, a partir de ese instante, en Inglaterra, el legítimo representante del pueblo y éste manifiesta su voluntad a través de los individuos. Si es verdad que Locke construye su teoría política sobre el molde teológico, cada individuo  es un patriarcha  en pequeño. El poder absoluto de los reyes quedaba, de esa manera, atomizado en el poder matemáticamente mensurable de cada uno de los individuos de la comunidad. Consumada la revolución de 1688, Guillermo de Orange es nombrado soberano, de acuerdo a esta nueva concepción.

 

No nos interesa aquí recordar tanto  la hipótesis acerca  del origen del consentimiento, sino la concepción en sí misma, que, en el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, abraza el pensador inglés. En el capítulo V, que trata de la propiedad, nos dice que “mediante tácito y voluntario consentimiento, han descubierto (los hombres) el modo en que un hombre puede poseer más tierra de la que es capaz de usar...” (23). Y, en el capítulo VIII, que estudia el origen de las sociedades políticas, nos dice que “cuando un grupo de hombres ha consentido formar una comunidad o gobierno, quedan con ello incorporados en un cuerpo político en el que la mayoría tiene el derecho de actuar y decidir en nombre de todos” (24). En suma, tanto para apoderarse de las cosas como para constituirse en comunidad política, el poder se fundamenta en el grupo pactante atomizado. Antes que persona, el hombre es generador de legitimidad de fuerzas mensurables en la comunidad a la que pertenece. El hombre es un ser pronto para la acción, cuyo fin es ejercerla en la comunidad conforme a las reglas que la mayoría resuelve. 

 

Por su parte, la noción de persona, originada en la teología cristiana, tiene sus propias dificultades para pasar al orden racional de la filosofía. La definición boeciana encierra una tremenda carga y, como decía Nimio de Anquín, “hay una tensión disociativa, pues la sustancialidad individual está amenazada constantemente por la especidad de la naturaleza” (25), Sin embargo, ella ha podido ambientarse filosóficamente y adecuarse al hombre como persona humana si se precisan algunas significaciones. La persona es una sustancia completa, íntegra, y no un simple agregado de partes elementales; es un ser en sí  mismo. Y, además de un ente individual, es un compuesto indivisible. Pero sí necesita alguna explicación adicional, la expresión “naturaleza racional”. Naturaleza, evidentemente,  es un término ambiguo (26); mas, en este contexto –en una definición filosófica referida a la persona humana- debe ser interpretado en el sentido de género o especie a la que pertenece la sustancia racional. A su vez, naturaleza indica principio de movimiento y generación de seres vivientes que constituyen un compuesto sustancial. Finalmente, la racionalidad se refiere a una propiedad específica de los seres vivientes que tienen la naturaleza de que se trata.

 

Con esas aclaraciones la definición boeciana puede ser considerada una noción filosófica de la persona humana. La reflexión filosófica, en esta vertiente, comienza por la persona humana, por el hombre concreto. Sólo en una segunda fase muerde sobre los problemas que plantea la vida social. Y siempre conserva una arista optmista al sostener que ella se realiza (o se actualiza) mejor en sociedad. Por el contrario, la actitud lockeana sólo llega al hombre social a través del consentimiento, es decir, la realidad social por la que debuta el filosofar al respecto, es considerada, en primer lugar,  a través de una ventana que pone el acento, no en el hombre, sino en el acordar las voluntades de los individuos que llegan al consenso.

 

Fácil es advertir que la definición boeciana se funda en la inteligibilidad de las cosas. Hay una primacía del ser y de aquello que es consecuentemente inteligible. Por su parte, la noción lockeana se funda en la voluntad  del individuo que consiente. Hay, en este caso, una primacía del voluntarismo individual, atomizado en una multitud de elementos que pueden ser mensurados (o considerados cuantitativamente) y cuya primera misión es obrar en función de un acuerdo fundamental y necesario para que la convivencia sea posible. Prima aquí, no el ser, sino un elemento de la colectividad (el individuo), y no la inteligibilidad sino la voluntad (27).

 

3.  El límite del cambio.

La idea de cambio, especialmente desde la Encíclica Rerum Novarum,  se abre camino. Cuando aparece un obstáculo, se hace menester un cambio. A la novedad del obstáculo, se debe oponer la novedad de una solución, porque si ellos siguen multiplicándose de manera harto peligrosa, ponen incluso en cuestión la vida sobre la tierra. Y no sólo la vida: el mismo planeta...y hasta el propio sistema!  Hoy, ya sabemos que si no se solucionan ciertos problemas, no tendremos otra oportunidad, imagen tan apocalíptica que hace cien años aun  no se avizoraba con la nitidez que ahora ha alcanzado. Se diría que el hombre en el desarrollo  de la idea que nos hacía avanzar ciegamente en el orden del progreso, se ha encontrado con que sus instituciones jurídicas que tutelaban sus valores fundamentales no se muestran suficientemente eficaces.

 

Asoma algo así como la espantosa visión de una degradación de la persona, de la sociedad y de la naturaleza. En su avance ciego y arrollador la humanidad ha inferido profundos ataques a la persona humana y al medio social y al natural en los cuales ella debe medrar.

 

No se exagera aquí con la triple degradación de que se habla. No otra cosa significan las dos grandes guerras del siglo pasado, los grandes genocidios, el terrorismo internacional, la atroz contaminación ambiental y el narcotráfico con facetas políticas. Decía Bentham, que el derecho era el esqueleto con el que se mantenían enhiestas las instituciones políticas fundamentales. Sin embargo, los procesos de Nuremberg, por ejemplo, y todo lo que ellos produjeron significaron un profundo distanciamiento de los grandes principios jurídicos y políticos pregonados y elaborados por los pensadores de la Revolución francesa y sus seguidores. Si se examina rigurosamente cómo se constituyeron esos Tribunales y cómo actuaron y fundamentaron sus juicios, se verá que el principio de separación de los poderes, el derecho codificado y positivizado con anterioridad a los hechos que dieron lugar a los procesos, y la obligación de los jueces de motivar sus juicios fundándolos en ley predictada, no han sido mantenidos como principios irrenunciables. Es decir, a la luz de los principios surgidos en 1789, los delitos de lesa-humanidad que fueron cometidos, no habrían podido ser cabalmente castigados.

 

 Dicho también de otra manera, los crímenes, sobre los cuales quizá aun no se ha meditado lo suficiente, y con suficiente serenidad, fueron tan horrendos como los bombardeos masivos indiscriminados de las potencias vencedoras. Tan horrendos como algunas aventuras guerreras e intervencionistas posteriores, sobre las cuales la humanidad pasa velozmente sin contar el número de muertos inocentes.

 

De ahí que, en tales o análogas situaciones, se imponga el cambio. Darnos cuenta que la ley –por obra de las circunstancias- no siempre se muestra tan maleable como para afianzar la justicia: es la advertencia del tiempo. Pareciera que la legislación va muy a la zaga de las necesidades de los pueblos; o que los cambios que generan obstáculos se aceleran. Por ende, cuando el crimen es tan monstruoso como el genocidio, la solución debe ser también extraordinaria. Ante crímenes atroces, para que no queden impunes, se hace menester una nueva concepción jurídica que permita su punición.

 

Pero –es lo que queremos poner de relieve- nunca la humanidad había asistido a violaciones, masivas o no,  tan brutales. Todo nuestro progreso, por más que sea grande, no alcanza a justificarlas. De una cosa estamos seguros y va repetido: no es verdad que los progresos particulares (político, social, económico, jurídico, moral, científico, técnico y artístico) avancen todos ellos al unísono, juntos y paralelamente. Hay desfasajes. Grandes desfasajes. Aquí, en ellos, están los obstáculos, que menudean y se suman cada vez más. Los cambios implican mutaciones y éstas deben implicar soluciones dadas cada vez más  velozmente.

 

Hemos tenido que parar  mientes en los derechos de las personas humanas. ¿Quién pensaba de  una manera tan intensa en el derecho a la vida? Diríase que la Revolución frencesa se desarrolló a la sombra del derecho a la libertad. Hoy, hemos avanzado en la degradación, más allá de toda imaginación y hemos llegado al último reducto de los derechos esencialísimos de la persona: el derecho a la vida. Más allá ya no hay nada. Estamos ante el abismo.

 

Nosotros mismos hemos participado y sufrido terrribles conflictos, de ambos signos, en nuestro propio suelo, problemas que todo el aparato jurídico no pudo evitar. La fuerza, la gran adversaria del derecho cuado ella no ha encontrado sus carriles jurídicos, se encarnó en situaciones inhumanas y en la muerte. El hombre se degrada cuando desciende a manifestaciones de tal laya, porque lo natural es el diálogo racional que el lenguaje posibilita. El terror es el arma irracional, que ofende la dignidad de la persona. Los reflejos jurídicos parecieran ser lentos ante los cada vez más graves obstáculos que se presentan. El cambio, ante situaciones masivas de ese tipo, ¿es todavía posible?

 

Una vez más, para responder, debemos poner la mirada en la persona humana, en cuya entidad, la vida (y su continuidad en condiciones dignas), florece como un derecho esencialísimo, sostén de todos los demás, sin cuya vigencia la humanidad dejaría de ser tal. En consecuencia, una reflexión final nos alerta que la idea de progreso pone el acento en la humanidad (o en un país o en una sociedad determinada). La tónica actual, y su vertiente jurídica, está centrada más bien en los derechos de la persona humana. Defender la vida de cada persona en cada caso es defender la existencia de la humanidad.

 

V. La pervivencia de la persona humana.

 

De acuerdo a lo dicho, el hombre de nuestros días tiene ante sí una indudable elección: o se queda en la inmanencia, tratando de crear con soberbia su mundo, pretendiendo dominar toda la materia y dictar sus leyes, las que él encuentre convenientes, pero con el peligro siempre permanente del aniquilamiento total; o, por el contrario, recuerda su origen, su destino, y retoma conciencia de su finitud y de su trascendencia y, sobre todo, que es sólo un humilde co-creador en la obra de este mundo, cuyas leyes fundamentales, impresas en la naturaleza de las cosas y de sí mismo, no podrá violar jamás, salvo que corra el riesgo de extinguirse como persona y, aun más, como especie.

Creemos que está en peligro la propia existencia humana. La pervivencia de la persona asume, así, fundamentalísima importancia.

Ell olvido de nuestros deberes, nos ha conducido a una actitud tribal, como cierto sociólogo francés calificara a nuestra sociedad. Hoy, todo el mundo y, especialmente, en nuestro país, invoca solamente sus derechos, con total desprecio por los deberes que el hombre que vive en sociedad debe observar.

El exacerbado individualismo que se manifiesta a partir de la Edad Moderna, especialmente en el orden político, ha conducido a un amortiguamiento de la solidaridad social y, con ello, al resquebrajamiento de todo pacto social y de todo consentimiento institucional.

Creemos que el derecho es una propiedad de la persona. Estamos bastardeando la noción de esa propiedad. Todos los sectores reclaman derechos, con absoluto desprecio de los derechos del prójimo,  y presionan por diversos medios al resto de la sociedad para lograrlos. Ésta es, efecto, una verdadera actitud tribal. ¿Volvemos a la animalidad? ¿Dónde queda un vestigio de la persona humana?

¿Destruimos el planeta para lograr nuestros particulares designios, aun si en ello nos va la vida?

Para llamar la atención acerca del olvido de nuestros deberes, veamos qué dicen algunos párrafos del índice de un libro publicado hace casi doscientos años:

 

“`Deberes de la sociedad”,

“`Deberes de los padres”,

“`Deberes de los niños”,

“`Deberes de la edad”,

“`Deberes del rango”,

“`Deberes generales”,

“`Deberes del ciudadano”, etc.(28).

 

Estos deberes son apenas un esbozo. Lo que, en otras épocas era parte de la educación, hoy yace casi olvidado. Se ha producido lo que un escritor ha denominado el “crepúsculo del deber”. Estamos forjando un mundo ausente de deberes, con lo cual se debilita la contracara de los derechos.  Atomizando el todo, las partes se dispersan en el caos.

Cada persona es una unidad ontológica que se debe a sí misma. Pero se olvida al prójimo,  de tal manera que un apreciable porcentaje de seres humanos, se debaten en la angustia y no alcanzan una personalidad acorde con la esencia de la especie humana. La persona es más que un mero individuo; es un individuo singular que reconoce en sus semejantes a otros individuos singulares, todos capaces, además, de desarrollar una personalidad única, dotada de completa autonomía ontológica (29).

La pervivencia de la persona, de todas las personas existentes, es la condición fundamental para lograr un mundo social y naturalmente viable para lograr el bien común. He aquí el peligro que está afrontando la humanidad. Es menester poner el acento en este gran deber humano, sin cuyo cumplimiento se corre el riesgo máximo de no alcanzar el nivel que nos hace humanos y de involucionar hacia la animalidad.

 

(*) Président de l’Académie Nationale de droit et de  Sciences sociales de Cordoba, Argentine

 

© THÈMES     II/2006

 

(1) Ch. PERELMAN, Logique Juridique. Nouvelle rhétorique, Imp. Toulouse, Dalloz, 1976. Cfr. Especialmente la segunda parte, “La Logique juridique et l´argumentation”, págs. 135 y sgts.

 

(2)  J. BURY, La idea de progreso, Madrid, Alianza, 1971, pág. 135.

Si leemos las Cartas persas nos encontraremos con dos cartas muy importantes. En la CV Redi escribe a Usbek y le dice: “Me vas a tener por un bárbaro cuando te diga que no sé si las utilidades que de ellas (las ciencias y las artes) se sacan, resarcen a los hombres del continuo abuso que de estos conocimientos hacen”. “He oído decir que la invención sola de las bombas había privado de libertad a todos los pueblos de Europa”.  “Ya sabes que desde la invención de la pólvora no hay fortaleza inexpugnable, esto es, que no queda en la tierra, Uzbek, amigo, refugio contra la violencia y la injusticia”. “Considéralo bien tú que has leído que los historiadores en casi todas las monarquías se han fundado por hombres que ignoraban las artes, y han caído por haberlas cultivado en demasía. El antiguo imperio de Persia nos ofrece un ejemplo palpable de esta verdad en nuestra propia casa”.

“No hace mucho que estoy en Europa, y he oído hablar a sujetos de juicio de los estragos que causa la química, que parece que es el azote que pierde a los hombres y los destruye poco a poco, pero sin cesar, mientras que los otros tres, la guerra, la peste y el hambre, los destruyen por mayor, pero con intervalos. ¿Para qué nos ha servido la invención de la brújula, y el haber descubierto tantos pueblos, como no sea para que nos comunicaran sus dolencias antes que sus riquezas?”

“Empero, por otra parte, ha sido muy perniciosa esta invención a los países recién descubiertos. Naciones enteras han sido destruidas, y los habitantes que se han librado de la muerte, reducidos a tan dura esclavitud, que sólo el oírlo contar hace estremecer a los musulmanes”.

“¡Venturosa ignorancia de los hijos de Mahoma! Simplicidad amable tan apreciada de nuestro  Profeta, sin cesar me recuerdas tú el candor de los antiguos siglos y la serenidad que reinaba en los pechos de nuestros primeros padres”.

En la carta siguiente Usbek le contesta a Redi y se muestra partidario del progreso. No obstante, la duda queda en el ánimo del lector. En otras cartas (CXVII) pareciera que admite progresos y decadencia, períodos de progreso material y técnico, que no garantizan el progreso moral, pues “el espíritu del hombres es todo contradicción” (XXXIII).

 En un estudio preliminar a la edición española (Madrid, Tecnos, 1986) de las  Cartas Persas, Joseph Colomer hace un breve estudio y trata específicamente el tema del progreso.

 

(3) J.J. ROUSSEAU, Discurso sobre las ciencias y las artes, Madrid, Alianza, 1988. El volumen también reproduce Del contrato social y el discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres,

 

(4)  R.J. TURGOT (1727-1781) es el mismo funcionario de Luis XV, que se ocupó de cuestiones financieras y se interesó por problemas de orden económico. En su juventud escribió los discursos citados, que en castellano pueden leerse con el título de El progreso en la historia universal (Madrid, Pegaso, 1941).

 

(5) Turgot finaliza el párrafo diciendo: “Las circunstancias desarrollan esos talentos o los dejan perderse en la oscuridad, y de la variedad infinita de estas circunstancias nace la desigualdad del progreso de las naciones” (ibíd., pág. 37).

 

(6 y7) ibíd., pág. 88.

 

(8) ibíd., pág. 121.

 

(9) Condorcet fue también un gran matemático. A él se deben las leyes estadísticas aplicadas al estudio de los fenómenos sociales. Había ingresado a los 26 años a la Academia de Ciencias y desde 1776 fue su secretario.

 

(10) Existe una buena traducción castellana titulada Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (Madrid, Editora Nacional, 1980).

 

(11) ibíd., págs.  246/7.

 

(12) ibíd., págs. 247/8.

 

(13)  Es verdad que Th. Jouffroy, en su Cours de droit Naturel  (París, Hachette, 1876, t. I, pág. 259) ya se apoyaba, en alguna medida, en la idea de cambio para explicar su teoría de las revoluciones. Pero “l´amour du changement”, al cual hace referencia, es una circunstancia de una situación intelectual de la época, que “no es otra cosa que el sentimiento de la necesidad de aquello que nos falta, que no tenemos y que ansiamos”. Estas expresiones –traducidas con gran libertad- y otras semejantes (ibíd., págs. 260,262, etc.) revelan un concepto de cambio fundado más bien en el orden psíquico (cambio moral) y no en el tecnológico, que es la consigna de nuestra hora.

 

(14) Mill aspira a una valoración superior de la vida moral. La idea de progreso alcanzó, no obstante, tal prestigio, que permitió a estudiosos como Luis Weber, pretender una enunciación sociológicamente científica en su obra  Le Rythme du progrès (Paris, Alcan, 1913). La obra contrasta notoriamente con la de Georges Friedman, escrita años después, quien, al hacer la historia de las ideas del período 1895/1935, y también desde la atalaya de la sociología, titulaba su trabajo muy de otra manera con la expresión La crise du progrès (París, Gallimard, 1936).

 

(15) Enc. Rerum Novarum, 97.

 

(16) Enc. Centesimus annus, 17.

 

(17)  ibíd., pág. 18.

 

(18)  N. De ANQUIN puso de relieve estas aristas en un artículo titulado “Persona y situación”, publicado en la Revista Arkhé, Segunda serie, Año IV, fascículo único, Córdoba, 1967, págs. 3/14. Para tal fin utilizó la siguiente edición: An mani, Sever, BOETTI,  Consolationis Philosophie, libri V,  Eiusdem opuscula sacra anctiora Vallinus,et notis illustravit, Parisiis, 1656.

 

(19) ibíd., pág. 5. Cfr. S. THOMAS, Sum. Theol. III, q. 20, a. l-, sol.2.

 

(20)  Paulo III insistió en la Bula Sublimis Deus (1537) que los indios eran verdaderamente hombres. Es decir, con ello, puso fin a la discusión sobre el tema de la bestialidad del indio. Y lo que era más importante –a los ojos de la iglesia-  con ello se lo declaraba “capaz de recibir la Gracia divina”. La Bula de Paulo III revela cómo, aun en pleno siglo XVI, los planteos teológicos incidían en la política de las naciones europeas. Así, la desacralización de la noción de persona se produce muy lentamente.

De otro lado, y correlativamente, el concepto  “hombre” lograba una mayor extensión  lógica con la incorporación del indígena americano. Por cierto, aquí quedaba definido como ser racional y, de esa manera, la noción lógica se planetizaba para decirlo con un término caro a Teilhard de Chardin. Coincide, pues, la planetización del orbe con la del concepto hombre. En ambos casos, América lo hizo posible.

 

(21) Sabia e ingeniosa explicación, la De Gabio Baso, en su tratado Del origen de los vocablos, de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma origen del verbo personare, resonar. He aquí cómo explica su opinión: “No teniendo la máscara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para escapar por una sola salida, adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte. Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha dado el nombre de persona, y por consecuencia, de la forma de esta palabra, es larga la letra ...”. (AULO GELIO, Noches áticas, Buenos Aires, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1959, libro V, cap. VII).

 

(22)  J. DUNN, La pensée politique de John Locke, Paris, Puf, Coll. Leviathan, 1991. En la concepción de Locke, Dios impone a los hombres deberes religiosos individuales dándoles la capacidad intelectual de conocer las verdades morales pertinentes. De una manera similar se dan los problemas y las soluciones en el orden político. Los derechos autónomos de los hombres en el ejercicio de la actividad política se hallan perfilados por la misma modalidad de lo que ocurre en el campo teológico.

Dunn ha considerado también que el “estado de naturaleza” del hombre en el pensamiento de Locke es un axioma teológico (pág. 112). Por lo demás, el individualismo político es hijo del individualismo religioso que conduce al “individualismo posesivo”.

 

(23) op., cit.,núm.  50.

 

(24)  ibíd., núm. 95.

 

(25)  N. de ANQUIN, art. Citado, pág. 8.

 

(26) Cfr. Ch. DE KONINCK, “Sobre el carácter deliberadamente ambiguo del lenguaje filosófico”, artículo publicado en Estudios teológicos y filosóficos, Buenos Aires, págs. 9/18.

 

(27) En el continente europeo existe una otra importante noción de persona que se aproxima a la de Locke desde una perspectiva profundamente ontológica y no meramente fenoménica y cuantitativa. Se trata de Hegel. Según De Anquín en este caso “la persona es un resultado de la atomización del Todo” (artículo citado, pág. 13).

 

(28) Ch. RENOUARD, Éléments de morale, París, M.DCCC,XX, seconde édition, M.DCCC.XX.

 

(29) I. QUILES, Persona y sociedad, hoy, Buenos Aires, Eudeba, 1970, págs. 33 y sgts.

En esta obra Quiles pasa revista a la definición de persona, siguiendo un itinerario histórico. Culmina su trabajo con su teoría de la in=sistencia. Señala, así, tres puntos fundamentales: “1. La raíz profunda de la persona y de su esencia es la interioridad. 2. La esencial naturaleza social del hombre. 3. El orden social y su desarrollo, como consecuencia deben subordinarse al bien de la persona”.

El mismo autor en su obra La persona humana (Buenos Aires, editorial Kraft, 3ª. Edición, 1967),  en las päginas 155 y sgts hace el “Análisis de la personalidad metafísica de la persona” y estudia la definiciön de Boecio y la de Santo Tomás. Además, nos introduce en el uso y significado de los términos, las dificultades idiomáticas y las traducciones del griego al latín. Por cierto, en el análisis incluye la posición de Aristóteles, cuando éste dice que la persona es el “individuo completo o la sustancia individual completa racional”.

Indudablemente, se debe tener presente en ese itinerario que en la Edad Media la persona era definida desde una concepción teolögica, mientras que en la Edad Moderna, los autores, secularizada la cuestión, abordaban el tema desde el ángulo filosófico o meramente político.

Jean Marc TRIGEAUD, en su obra Droits Premiers (Paris, Bière, 2001) desarrolla su teoría contemplando una concepción en la que la persona es “una unidad integral, siempre y totalmente presente, y sin cesar distinta”.