Revue
de la BPC THÈMES
II/2006
http://www.philosophiedudroit.org
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par Olsen A.
Ghirardi (*)
Sumario: I. Introducción. 1. La reflexión
filosófica. 2. La persona y el derecho II. De la idea de progreso a la
idea de cambio. 1 Significación de los términos (progreso y
cambio). 2. El progreso como proceso
total de la humanidad. 3. Origen y desarrollo de la idea de progreso en la
Europa Ilustrada. III. La idea de cambio. 1. La aparición de la
idea de cambio. La Encíclica Rerum
Novarum. La Encíclica Centesimus Annus.
2. La idea de cambio en las últimas décadas. IV. La noción de
persona. 1. El origen de la noción de persona en Occidente. 2 La
secularización de la noción de persona. 3. El límite del cambio. V. La
pervivencia de la persona
I. Introducción.
1 .La reflexión filosófica.
El hombre, el ser humano,
desde el punto de vista biológico, está ubicado en un punto determinado de la
escala zoológica. No sólo eso; ocupa el extremo superior de la pirámide. Es
cierto que quienes establecen la escala están comprendidos en las generales de
la ley, pero el punto máximo de ella, para la generalidad, pareciera una
conclusión suficientemente objetiva.
Pero el hombre no es un mero individuo biológico. Es, además, persona,
y siendo persona, goza de la capacidad de desarrollar, a partir de
su nacimiento, su propia personalidad y tratar de lograr la máxima expresión de
la especie humana.
El hombre es una unidad ontológica y, como tal, nos preocupa su
realidad, porque, según sea ella, se podrán inferir calificaciones y establecer
las óptimas conductas para regir su vida espiritual y material.
Es verdad que, para muchos científicos, para ciertos pensadores, el
hombre puede ser considerado como un animal más, bien que ocupando la cima de
la escala zoológica. Su aptitud por estar dotado de racionalidad, su
calificación como racional,
político, libre, igual a sus semejantes, etc.,
le coloca en una situación aparentemente harto satisfactoria en el
orden de los demás seres que habitan el cosmos. Pero todo ello, no quiere decir
que forzosamente debamos admitir que es sólo un animal más.
Sí; no negamos que nos estamos colocando en una actitud que
pareciera subjetivista y parcial ante todos los seres que habitan nuestro
universo. Por eso, no nos conformamos con una postura simplista y cómoda.
Necesitamos indagar, explorar algunos aspectos de este ser tan singular, que
intenta dominar el cosmos, todas las cosas y los demás seres...e incluso a sus
semejantes.
Nuestro objetivo, en estas líneas es ciertamente modesto.
Destacaremos ángulos de observación y expondremos nuestras conclusiones, sin
alardes de querer ser originales, de abarcar toda la realidad y de creernos
dueños de toda la verdad; humildemente
diremos aquello que nos convence y que nos ha persuadido.
¿Qué hay en el hombre, en la persona? ¿Cuál es su origen, su
fin? ¿Qué encuentra en su paso por este
mundo? ¿Cuál es el sentido de sus creaciones? ¿Qué sentido tiene su vida y su
muerte?
Creemos que tenemos respuestas, pero nuestra insignificancia quizá
no nos permita llegar a ellas de manera exhaustiva. Confiamos en la capacidad
de la mente para lograr el conocimiento de las cosas, de los seres, de nosotros
mismos. Y si no lo logramos nosotros, es posible que hayamos compartido un
camino con otras personas que tenían nuestra misma inquietud y esa compañía nos
produce una gran alegría, porque, alguien –según esperamos- alguna vez
alcanzará esos objetivos.
El hombre es un “animal
político”, ya lo decía Aristóteles, en
su Política (cap. I). Se nos ocurre preguntarnos: ¿Cuando el hombre es más
que un simple animal? El hecho de que sea “político”, ¿lo hace más que “animal”? ¿Cuando supera su
“animalidad”? ¿Cuando vive su
vida social –y, entonces es animal político-
o cuando tiene momentos de soledad y medita sobre sí mismo, reflexiona,
y piensa acerca de su origen, su destino y, más allá, el origen del
universo, su fin, esto es, si es posible que tenga un fin y, si lo tuviera, qué
modalidad asumiría?
F. Hölderlin le hace decir a Hiperión que el “hombre es un dios cuando sueña, pero
es un mendigo cuando piensa”. De verdad,
no quisiéramos condenarlo a ser
un eterno mendigo. ¡Qué felices son los que realmente tienen la capacidad de
pensar¡ Siempre, desde nuestra
adolescencia, hemos creído que no seríamos hombres –y menos personas- si no
tuviéramos la capacidad de pensar y la capacidad de creer.
Esa unidad que el hombre
conforma, esa unidad de cuerpo y espíritu, que es persona y que encuentra su
personalidad con el nacimiento, y la desarrolla en el mundo a medida que
suma experiencia y reflexiona, es la que lo salva de una mendicante condición.
El pensar, el sentir, el ser capaz de una conducta racional y
justa, ha contribuido para que el hombre bajara del árbol y caminara la
llanura. La vida interior, la reflexión, la conciencia de volverse sobre sí
mismo en una doble flexión del espíritu, hace que la animalidad sea desbordada
y se humanice su materia.
De ahí que sea preciso
hacer preceder toda reflexión sobre la conducta humana, para establecer las
normas que la rijan, por una Antropología, por una Antropología no sólo
física ni sólo biológica, sino también filosófica. Los reduccionismos,
ideológicos o no, fraccionan la unidad de la condición humana. En el mundo que
nos acoge se produce el encuentro de la persona con otras personas. Y,
ese encuentro, sólo es tal, cuando concebimos a cada hombre como una unidad
ontológica.
Queremos deslizar aquí algunas reflexiones filosóficas y meditar,
si es posible acerca de la pervivencia de la persona humana. ¿Es
posible, acaso, hablar del derecho a la pervivencia de la persona? ¿O es un deber? ¿O,más bien, un derechodeber?
2.
La persona y el derecho.
A su vez, el derecho no puede ser concebido sin el hombre. Desde
otro ángulo, desde el punto de vista ontológico, la persona humana no supone
inmediata y necesariamente el derecho. Su desarrollo se manifesta como un
fenómeno cultural en el seno de una comunidad o sociedad. En cuanto la persona
adviene, en una sociedad, la sustancia individual que la constituye se
evidencia como portadora de derechos fundamentales. De ellos, derechos
esencialísimos, son: el derecho a la vida, en el orden biológico, y el derecho
a la libertad, en el orden espiritual. La razón del ser humano tiene parte
primordial en el descubrimiento de esos derechos y de la toma de conciencia
plena de ellos.
Y, así como la muerte es una propiedad
biológica del individuo humano considerado con relación a sí mismo, los
derechos fundamentales son una propiedad de la persona humana considerada ésta
en su relación con las demás.
La tecnología de guerra, las armas
nucleares de nuestra época, los frecuentes y violentos conflictos, la acción
irracional y depredadora del hombre, la escasez de agua potable y alimentos, el
aumento de la población, la pobreza y la miseria, en fin, que colocan a la
persona a un nivel infrahumano, ponen en peligro la misma existencia de la
humanidad. El derecho a la vida, es, en consecuencia, más que eso; es un
derecho a la pervivencia de la
persona humana. Ésta es la última frontera, pues más
allá ya no hay nada. Sin vida, no hay persona; sin persona, no hay derechos. En este punto la
humanidad abre los ojos al abismo de su propio aniquilamiento.
Los genocidios que hemos conocido, que
han ocurrido y que aun ocurren hoy, los bombardeos masivos e indiscriminados,
las masacres infernales que asolan nuestro planeta, y otros hechos no menos
horrendos, han puesto en evidencia que el mundo necesita revalorar sus
principios morales y jurídicos. Los años que vivimos siguieron mostrando, no
obstante, que los embates contra la persona humana individual, por una parte, y contra la humanidad, por otra, lejos de
atemperarse, se han multiplicado. El terrorismo de diverso signo, con el
absoluto desprecio de la vida humana, las profanaciones ecológicas, la
manipulación de los sistemas genéticos, los fundamentalismos de toda especie, son otros tantos ejemplos de una actitud que
no tiene precedentes.
Perelman ha dicho que con los procesos de
Nuremberg se ha producido un cambio en la manera de considerar ciertos
problemas jurídicos. Se pregunta si, cuando el delito es monstruoso (de lesa humanidad), es menester
exigir todavía que haya una ley positiva anterior a su comisión para poder
juzgarlo válidamente. Afirma luego que la forma de argumentar ante tribunales
que acentúan la equidad ante la ley positiva, es distinta a la anterior modalidad
que daba preeminencia a la legalidad y a la seguridad jurídica y hacía del
aspecto sistemático y deductivo del razonamiento su mayor mérito (1).
Pero nosotros nos preguntamos, tratando
de calar más profundamente en el problema, si esta lucha en la última frontera,
entre la vida y el aniquilamiento, no afecta también y principalmente la noción
de persona.
Sin embargo, previamente, antes de entrar
a ese punto capital, nos vemos obligados, en el marco de nuestra concepción, a
hacer referencia a la evolución de las ideas.
Nos permitiremos pasar revista
brevemente a lo acontecido en los últimos tres siglos con la mira
puesta, especialmente en el mundo europeo. Descansaremos en una tesis. Después de tomarnos esa libertad, centraremos
la cuestión en un problema importante vivido por la sociedad y asumido por el
derecho: una profundización en el estudio de los derechos de la persona humana,
y, sobre todo, de la noción de persona humana.
II. De la idea de progreso a la idea de
cambio.
1. La significación de los términos
progreso y cambio.
La tesis sobre la cual queremos
reflexionar primeramente en estas páginas podría ser sintetizada de esta
manera: “La idea de progreso fue
la gran impulsora de la humanidad en el siglo XVIII y parte del siglo XIX, pero
en el siglo XX, ella aparece sustituida, a medida que avanza su culminación el
final del segundo milenio, por la idea de cambio. Esta orientación, que
se refleja en grandes áreas del pensamiento y en insignes pensadores, aparece
insinuada también en el campo jurídico”.
Nos proponemos discurrir sobre el tema
para probar nuestros asertos. Esperamos que, al finalizar nuestra tarea,
hayamos encontrado –por lo menos- una base de verosimilitud para tales
afirmaciones.
Mas, antes de entrar de lleno en esas
disquisiciones, deseamos, para hacer más inteligible la cuestión, detenernos en
el significado de los vocablos fundamentales implicados en la tesis.
La palabra progreso, en un primer
momento, connnota la acción de ir hacia adelante; implica también un acrecentamiento;
y, en una segunda visión, significa el logro de una perfeccción, de una
excelencia. Pareciera que “progreso” apunta hacia el coronamiento de la plenitud
de la esencia de cada ser o, en su caso, de ciertos sectores de la sociedad
o de las naciones, o, también, de la humanidad.
El progreso –se ha polemizado al
respecto- puede ser concebido como un
progreso al infinito (progressus in infinitum) o, simplemente, como
señala Ferrater, un progressus in indefinitum, es decir, un infinito
potencial y no actual, un progreso indefinido y no infinito.
Sea lo que fuere, como quiera que el
progreso no se alcanza, en lo concreto, de una manera instantánea, supone un proceso.
Este vocablo significa movimiento y novedad. Es decir, en lo móvil de la
vida de las sociedades, aparecen, en su interior o en su entorno, novedades,
que pueden implicar problemas u
obstáculos que será menester salvar. Ello conduce a la búsqueda de soluciones
que generan otros movimientos en otras direcciones y, de esa forma, el
movimiento se hace proceso y el proceso, en la concepción de las posturas
optimistas, se ve como progreso. Hallamos que toda actitud progresista es
inevitablemente optimista.
Por su parte, la noción de cambio es
significativamente más neutra. Cambiar implica alterar, transformar, pasar de
una cosa a otra. En suma, es también movimiento. La raíz
latina mutare conlleva una carga
semántica que puede apuntar hacia lo superficial o hacia lo profundo
(accidental o esencial). Cuando el cambio quiere expresar alteración indicamos con el
vocablo alter (lo otro), que lo
que cambia es la esencia de la cosa.
Pero lo que deseamos subrayar aquí (lo
repetimos) es que cambio es un vocablo más bien neutro, porque se
puede cambiar para bien o para mal. El progreso significa siempre ir hacia la
perfección. El cambio, por el contrario, puede ser tanto negativo como positivo
o neutro. La idea de progreso es unidireccional (movimiento hacia lo perfecto)
mientras que la idea de cambio es pluridireccional (movimiento progresivo, regresivo
o neutro). Ambas ideas tienen en común el significar movimiento, devenir. Un
filósofo ha podido decir que “todo progreso es cambio”; nosotros, por nuestra
parte, añadiríamos que “no todo cambio es necesariamente progreso”.
En el despliegue significativo de estos
conceptos se entremezcla también el vocablo desarrollo. Éste,
igualmente, expresa acrecentamiento, aumento cuantitativo como progreso, y, a
veces, cualitativo, es decir, incluye lo material y lo espiritual. Pero,
generalmente, cuando se habla de
sociedades, países o naciones, el término apunta más bien hacia el orden económico,
de tal forma que puede medirse su grado por índices confeccionados como
patrones de medidas.
Finalmente, se debe destacar que los
vocablos de mucho uso en una época dada (ya sea, progreso, cambio o desarrollo)
indican una profunda identificación de las sociedades que los utilizan con las
ideas que ellos significan. Es seguro
que cuando un término no aparece en el léxico de una sociedad, es porque esa
sociedad no tiene la idea que dicho término significa.
2. El progreso como proceso total de la
humanidad.
Cuando se dice que el progreso es un
proceso se quiere aludir también a un ingrediente fundamental que le sirve de
marco: la idea de tiempo. Sin esta idea es muy probable que la idea de
progreso no hubiese podido germinar. La conciencia del tiempo es, pues, una
condición esencial para que el progreso pueda darse como proceso. No hay posibilidad de proceso sin tiempo.
Pero, a la vez que aparece la idea de
progreso y se profundiza la conciencia de lo temporal, más y más se perfila
como creencia, como idea que ha hallado el consenso de toda o gran parte de una sociedad
determinada. Y esa adhesión colectiva a la idea se produce porque el progreso
se identifica con lo que es bueno, con lo que es deseable y valioso.
Si existe una fuerza que impulsa a una
sociedad a adherir a la idea de progreso, como programa de vida para el futuro,
que anida en forma de consenso general, forzoso es admitir que se encuentra
perfilada sobre un sistema ético. La estructura descansa sobre el objetivo que
se supone al alcance del hombre y que se destaca como valioso. De ahí que, no
sólo se haga hincapié en el orden moral y en el comportamiento, sino también en
el estilo político de vida. Diríase que aparece una condición fundamental que
le da posibilidad de éxito: la libertad política, realizada en el seno de una
sociedad democrática. El sistema anhela reposar en la comunidad, en toda la sociedad y no sólo en una élite. La meta
más cercana es el bienestar, la felicidad (o lo más próximo a ella) del mayor
número posible y donde cada individuo sea consciente de su labor y de su
destino.
Fácil es colegir ante estas premisas que
la educación deberá ser un factor importantísimo del sistema. Y no sólo
educación de la élite sino también del
mayor número posible. El progreso, en general, dependerá entonces, en alto
grado, de una serie de progresos particulares: progreso del saber, de las
ciencias y de las artes; de la organización institucional y social y de la
distribución de bienes; de la técnica y de la eficacia de los servicios; y, en
fin, de la conciencia moral del hombre.
Como se ve este ordenamiento no es para
la trascendencia. Es la lucha para el logro de lo inmediato. No hay objetivos
ultraterrenos. Todo ha sido pensado para el hombre, ahora y aquí. Y ése es el
espíritu de la Edad Moderna.
Por eso, la idea de progreso adviene a
poco de comenzar los tiempos modernos. El campo de acción para este hombre
nuevo se veía ancho y fecundo. Todavía existían extensos horizontes por
descubrir en este proceso que marchaba hacia la planetización de la cultura. Ese espíritu, en breve
expresión, podría ser sintetizado con
el hombre de espíritu cartesiano, lo que equivale a decir que la razón tiene la
supremacía, y el saber, desarrollado
por esa razón, debía ser puesto al servicio de las necesidades humanas.
Empero, había algo más aún. Las sociedades, los países, las naciones, se
consideraban como miembros de una comunidad hermanada, que es la humanidad misma.
Ya Pascal había dicho que “la totalidad de los hombres que han existido a lo
largo de los siglos debe ser considerada como un solo hombre, que vive
continuamente y aprende cada vez más”. La razón, así como descubre las leyes
del cosmos con Newton, debe encaminarse a la tarea de encontrar también las
leyes de la evolución de la humanidad.
3. Origen y desarrollo de la idea de progreso en la Europa
Ilustrada..
En cuanto al oigen de la idea de progreso
en la Exdad Moderna, pensamos que Francia es la nación que más se dejó cautivar
con ella. No nos ocuparemos aquí de Fontenelle y del Abbé de Saint Pierre, que
fueron los primeros en esbozar una teoría más o menos estructurada de la idea
de progreso. Pasaremos a autores más conocidos que, con posterioridad,
contribuyeron a burilar perfiles más definidos.
La
idea que nos ocupa es una idea común a los pensadores de la Ilustración
y a los Ideólogos. Todos ellos la comparten y algunos la fundamentan. Pero hay
también algunos autores, que
constituyen una excepción. Así, por ejemplo Montesquieu, en sus Cartas
Persas (escritas entre 1717 y 1720) no dejó ideas claras al respecto, tanto
que J. Bury se cree obligado a afirmar que “Montesquieu no se contaba entre los
apóstoles de una idea del progreso” (2).
Quien se muestra un adversario de la idea
del progreso, en forma clara y terminante, es J.J. Rousseau. En 1750 se
presentó a concurso sobre el tema escogido por la Academia de Dijon, tema que
titulara Discurso sobre las ciencias y las artes. Ahí pueden leerse frases tan lapidarias como ésta:
“Donde no hay efecto alguno, no hay causa que buscar; pero aquí el efecto es
cierto, la depravación real, y nuestras almas se han corrompido a medida que
nuestras ciencias han avanzado a la perfección”. Y más adelante añade: “Ciencias
y artes deben, pues, su nacimiento a nuestros vicios; menos dudosos estaríamos
de sus ventajas si lo debieran a nuestras virtudes” (3).
Pero, como se dijo, Rousseau representa
la excepción. Creemos que uno de los
primeros pensadores que se ocupó del tema de una manera profunda y orgánica,
fue Turgot (4). Muy joven aún –tenía 23 años- en su Primer discurso como
prior de la Sorbona (3 de julio de 1750, el mismo año en que se convocó al
concurso de la Academia de Dijon al cual se presentara el ginebrino), disertó
sobre los beneficios que el establecimiento del cristianismo ha procurado al
género humano, donde señaló una nueva perspectiva: interpretó a la historia de
manera total –quizá siguiendo a Bossuet- pero lo hizo desde un punto de vista
puramente natural. El género humano fue contemplado como algo único y total,
después de haber partido de hechos concretos. En su Segundo discurso sobre los
sucesivos progresos del espíritu humano fue más explícito al expresar que “el género humano, considerado
desde sus orígenes, aparece a los ojos de un filósofo cual un todo inmenso que,
como cada individuo, tiene su infancia y su desarrollo” (5).
No se conformó Turgot
con hallar fundamentos a sus ideas de
desarrollo y progreso.
Quiso
señalar también su ritmo. Explicó las diferencias del progreso en distintas
naciones, cuando dijo: “Sin duda el espíritu humano encierra por todas partes
el principio de idénticos progresos; pues la naturaleza, desigual en sus
beneficios, ha dado a ciertos espíritus una abundancia de talentos que, a
otros, en cambio, ha rehusado” (6).
Más adelante, en su Plan de dos
discursos sobre la historia universal –obra que fue bosquejada pero no
concluida- vuelve sobre sus ideas ya desenvueltas. Hay un impulso que hace que
“...el género humano...” “marche siempre hacia la perfección”. “...la historia
universal abarca la consideración de los progresos sucesivos del género
humano”...(7).
En parte, concuerda también con Vico, cuando señala avances y retrocesos.
“Los progresos, aunque necesarios, alternan con frecuentes decadencias
producidas por acontecimientos y revoluciones que vienen a interrumpirlos. Además, han sido muy diferentes, según los distintos
pueblos” (8).
Unos años más tarde, Condorcet
(1745-1794), aprovecha en gran medida el pensamiento de Turgot y describe una
teoría mucho más elaborada. De manera general, puede decirse que también acepta
que, a veces, ha habido obstáculos o movimientos regresivos en la marcha de la
humanidad hacia el progreso, pero subraya, en forma enfática, que hay una
adecuada armonía entre el progreso social y el progreso científico y moral. Por
lo demás, el progreso es inevitable, pero requiere un esfuerzo colectivo y una
educación moral e intelectual constante. Contemplada en su conjunto, la historia
de la humanidad nos muestra una serie de etapas que no son sino grados del
progreso de la razón. El hombre, al progresar, se emancipa de la naturaleza y
de los estrechos límites de la individualidad (9).
Los conceptos más notorios de Condorcet
fueron volcados en su Esquisse d´un
tableau historique des progrès de l´esprit humain (10), escrito en 1793,
y publicado póstumamente en
1794/5. Y es en el estudio de la décima época de la humanidad, cuando
el filósofo ilustrado incursiona sobe el futuro del progreso del
espíritu humano, donde se perfila con más nitidez su teoría. Señala con
singular convencimiento que “la
perfectibilidad del hombre es indefinida” (11). Con agudeza, encuentra que la
palabra “indefinida” tiene dos vertientes semánticas: a) en un caso, expresa
que “esta duración media de la vida, que debe aumentar sin cesar a medida que
nos adentramos en el futuro, puede experimentar unos crecimientos, de acuerdo
con una ley según la cual esa duración media se acerca continuamente a una
extensión ilimitada, sin poder alcanzarla jamás”; b) en otro, “de acuerdo con
una ley según la cual esa misma duración puede adquirir en la inmensidad de los
siglos, una extensión mayor que cualquier determinada que le haya sido asignada
como límite” (12).
III. La idea de cambio.
1. La aparición de la idea de cambio.
La Encíclica Rerum Novarum.
La Encíclica Centesimus Anns.
Si el optimismo del Siglo XVIII y buena
parte del XIX fuera azul, su cielo habría dejado de serlo, pues poco a poco fue
cubriéndose de opacas nubes. La idea de
progreso no pudo remontar con facilidad el final del siglo XIX y enfrentaba
serios tropiezos (13).
Algunos pensadores darían la voz de
alarma como Bukle (no hay progreso moral) y Draper. Otros dirán, simplemente,
que el progreso es neutro; que
no entraña necesariamente mejoría, como Mill (14). Lo que quedaba bastante
claro era que los progresos particulares (económico, industrial, científico,
artístico, moral) no marchaban paralelamente al mismo paso. No obstante, había
quienes, al finalizar el siglo XIX, se aferraban aun ciegamente a la idea de
progreso. Las exposiciones industriales mostraban un evidente progreso
material. La década de 1870 a 1880 todavía podía exhibirla como un artículo de
fe.
Sin embargo, en 1891 apareció un documento
que llamó la atención en el mundo. Ese año León XIII promulgó la Encíclica Rerum
Novarum. Ella señala un primer gran problema que aparece como un obstáculo
en el camino del progreso, que se llamó el problema obrero o la cuestión
obrera. Estamos hoy a más de cien años de dicho documento, que, de tiempo
en tiempo, ha venido a ser recordado, reafirmado y reactualizado, de tal forma
que en su centenario, el Papa Juan Pablo II resolvió promulgar una nueva
Encíclica que se denominó, precisamente, Centesimus Annus.
Los avances científicos y tecnológicos
aplicados al comercio y a la industria habían producido un conflicto entre el capital y el trabajo. Los sistemas
económicos condujeron a una difícil situación que fue caracterizada de esta
manera: Las cosas nuevas que el Papa tenía ante sí, no eran precisamente todas
ellas positivas. Al contrario, el primer párrafo de la Encíclica describe las
“cosas nuevas”, que le han dado el nombre, con duras palabras: “Despertada el ansia
de novedades que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era de esperar
que las ganas de cambiarlo todo llegara un día a pasarse del cambio de
la política al terreno colindante de la economía. En efecto, los adelantos de
la industria y de las profesiones, que caminan por nuevos derroteros; el cambio
operado en las relaciones mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de
las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la
mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre
ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el
planteamiento del conflicto”(15).
Más arriba se ha dicho que la idea de
progreso queda condicionada por la libertad humana. Si los obstáculos que
provenían del campo económico-social fueron enormes, no fueron menores los que
se derivaron de una concepción de la libertad humana que omitía el respeto a
los derechos de todas las personas, olvidaba la verdad y la justicia y
aniquilaba cualquier viso de solidaridad en el seno de la sociedad. Esta
situación condujo a dos sangrientas guerras mundiales en la primera mitad del
siglo XX (1914/18 y l939/45).
La Encíclica Centesimus Annus, a
su vez, insiste en el olvido del deber de respetar los derechos de las
demás personas y asevera que “fueron guerras originadas por el militarismo, por
el nacionalismo exasperado, por las formas de totalitarismo relacionado con
ellas, así como por guerras derivadas de la lucha de clases, de guerras civiles
e ideológicas” (16). Y más adelante: “El progreso científico y tecnológico, que
debiera contribuir al bienestar del hombre, se transforma en instrumento de
guerra: ciencia y técnica son utilizadas para producir armas cada vez más
perfeccionadas y destructivas”(17).
Llegamos al punto de un proceso en el
cual ya no es posible concebir la idea de progreso de una manera optimista o,
al menos, de una forma tan optimista como pudieron hacerlo, por ejemplo, un
Condorcet, un Cousin o un Jouffroy. La historia cambiaba de rumbo porque la
amenaza atómica se cernía y se cierne sobre nosotros: el terrorismo particular
o de Estado no fue una fantasía, los problemas ecológicos se precipitan, el uso
extendido de la energía atómica se torna peligroso y la ingeniería genética
abre horizontes que dibujan fronteras escalofriantes.
Los grandes obstáculos en los progresos
particulares de los diferentes ángulos golpearon despiadadamente en el corazón
de la idea de progreso. De ahí, las “ganas de cambiarlo todo”, a que
hace referencia el párrafo citado de la Encíclica Rerum Novarum.
IV. La noción de persona.
La noción de persona también ha cambiado.
El acontecer de genocidios, de actos terroristas, de bombardeos en masa y, en
ocasiones, atómicos, ha inducido a una actitud más severa y ha hecho que se
considere a la persona humana desde ángulos más profundos. Con ellos se han desvelado
derechos adormecidos en la envoltura humana. El peligro de la extinción de
la especie, el aniquilamiento del hombre, siempre presente en las guerras
ideológicas y en los descubrimientos de la moderna teconología, ha impulsado al
jurista a razonar sobre el filo de la navaja. No razonamos sobre lo obvio; pero
sí razonamos sobre el hombre como tal, como persona y nos preguntamos: ¿se pone
en peligro al hombre como persona, como especie, así como su mundo y la
naturaleza misma?.
Para incursionar en este aspecto, dado
que avanzamos hacia problemas críticamente últimos, nada mejor que recordar
cómo ha nacido en Occidente la noción de persona. Cuando la crisis golpea, para
salir del paso, debemos preguntar por el origen del problema.
1. El origen de la noción de persona
en Occidente.
Los griegos tuvieron una concepción cósmica de la persona humana.
El hombre fue pensado como una cosa entre todas las demás que constituían el
mundo, y, como consecuencia, el derecho suponía una relación que era parte de
una regulación que regía todo el universo.
Occidente rehizo el camino. El cristianismo abrió otro horizonrte.
Y el problema se planteó desde el inicio con una perspectiva teológica.
Sin embargo, la noción de persona en cuanto concepto cultural, no
es permanente ni está aherrojada en un compartimento inmóvil. El tiempo la
afecta con el cambio de las circunstancias. Los griegos y romanos tuvieron una
noción bastante simple cuando se propusieron delimitarla. En Aristóteles, la
noción de hombre como persona quedó cristalizada como una sustancia
individual racional dentro de la gran sinfonía de su sistema. El hombre
fue, en su concepción, una ousía racional.
Cuando se inicia la Edad Media la noción de persona, si bien con
reminiscencias aristotélicas, sufre una transformación con Boecio (480-524/5),
ya que, cuando pensó su famosa definición, tenía en la mente un problema
teológico. En efecto, Nestorio había afirmado que en Cristo había una doble
naturaleza y una doble persona. A su vez, Eutiques expresaba que había en
Cristo una sola persona y una sola
naturaleza.
Por consiguiente, cuando Boecio hubo enunciado su definición
diciendo que la “persona es una sustancia individual de naturaleza racional”
estaba resolviendo un problema teológico, surgido de las herejías
cristológicas y estaba afirmando que puede darse una unión sustancial en un supósito
o una misma persona, esto es, que
permite subsistir en su distinción, a dos naturalezas unidas sin confusión
(18). Santo Tomás explicaría después que el vocablo individual añadido a la definición de persona excluye de
ella la razón de poder ser asumida; y “así la naturaleza humana en Cristo no es
persona, porque fue asumida por otra más digna, el verbo de Dios” (19).
La definición de raíz teológica
perduró en el tiempo (20). Mas, al llegar la Edad Moderna irrumpieron otras
nociones, ya no teológicas, sino
basadas en concepciones filosóficas. Así como no es frecuente mencionar el
origen teológico de la problemática en nuestra cultura occidental, origen que
de cerca o de lejos puede teñir la respuesta filosófica, fue costumbre citar
permanentemente la “sabia explicación” que Aulo Gelio nos proporcionó en
sus Noches Áticas (21). La máscara,
que tan bien sirve a los devaneos literarios, no hizo sino distraer la
reflexión filosófica para dar lugar a soluciones apresuradas y banales.
2. La secularización de
la noción de persona.
Quien quiso sacudir la tutela de las resonancias teológicas de
manera definitiva, en la Edad Moderna, fue John Locke (1632-1704). Hombre
afortunado, ubicado en un nudo de la historia, tuvo una enorme influencia para
la posteridad anglosajona y más allá de ella. Cuando Locke escribía los Two
Treatises on Government (obra editada en 1690) dedicó el primero de ellos a
refutar las ideas de Robert Filmer, que éste expresara en sus libros Patriarca
y Observations..., en los que éste defendía el origen divino de los
poderes políticos de los reyes, sosteniendo su actitud con argumentos fundados
en el orden teológico.
Locke abraza el estudio de la sociedad civil para explicar que cada
individuo humano que la constituye, expresa o tácitamente, presta su consentimiento
para ello y se somete a la decisión
de la mayoría.
Si alguien quisiera probar que la historia de la noción de persona
en Occidente es el estudio de su desacralización, hallaría en Locke un buen
hito en ese camino. Y no sólo por la polémica de Locke con Filmer a raíz de la
tesis del Patriarcha (22). Ocurre, además, que el punto de partida de
Locke está impuesto por la circunstancia histórica y ésta incita a abandonar la
vieja idea del derecho divino de los reyes. El Parlamento es, a partir de ese
instante, en Inglaterra, el legítimo representante del pueblo y éste manifiesta
su voluntad a través de los individuos. Si es verdad que Locke construye su
teoría política sobre el molde teológico, cada individuo es un patriarcha en pequeño. El poder absoluto de los reyes
quedaba, de esa manera, atomizado en el poder matemáticamente mensurable de
cada uno de los individuos de la comunidad. Consumada la revolución de 1688,
Guillermo de Orange es nombrado soberano, de acuerdo a esta nueva concepción.
No nos interesa aquí recordar tanto la hipótesis acerca del origen del consentimiento, sino la concepción en sí
misma, que, en el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, abraza el
pensador inglés. En el capítulo V, que trata de la propiedad, nos dice que
“mediante tácito y voluntario consentimiento, han descubierto (los
hombres) el modo en que un hombre puede poseer más tierra de la que es capaz de
usar...” (23). Y, en el capítulo VIII, que estudia el origen de las sociedades
políticas, nos dice que “cuando un grupo de hombres ha consentido formar
una comunidad o gobierno, quedan con ello incorporados en un cuerpo político en
el que la mayoría tiene el derecho de actuar y decidir en nombre de todos”
(24). En suma, tanto para apoderarse de las cosas como para constituirse en
comunidad política, el poder se fundamenta en el grupo pactante atomizado.
Antes que persona, el hombre es generador de legitimidad de fuerzas mensurables
en la comunidad a la que pertenece. El hombre es un ser pronto para la
acción, cuyo fin es ejercerla en la comunidad conforme a las reglas que la
mayoría resuelve.
Por su parte, la noción de persona, originada en la teología
cristiana, tiene sus propias dificultades para pasar al orden racional de la
filosofía. La definición boeciana encierra una tremenda carga y, como decía
Nimio de Anquín, “hay una tensión disociativa, pues la sustancialidad
individual está amenazada constantemente por la especidad de la naturaleza”
(25), Sin embargo, ella ha podido ambientarse filosóficamente y adecuarse al
hombre como persona humana si se precisan algunas significaciones. La persona
es una sustancia completa, íntegra, y no un simple agregado de partes
elementales; es un ser en sí mismo. Y,
además de un ente individual, es un compuesto indivisible. Pero sí
necesita alguna explicación adicional, la expresión “naturaleza racional”.
Naturaleza, evidentemente, es un
término ambiguo (26); mas, en este contexto –en una definición filosófica
referida a la persona humana- debe ser interpretado en el sentido de género o
especie a la que pertenece la sustancia racional. A su vez, naturaleza indica
principio de movimiento y generación de seres vivientes que constituyen un
compuesto sustancial. Finalmente, la racionalidad se refiere a una propiedad
específica de los seres vivientes que tienen la naturaleza de que se trata.
Con esas aclaraciones la definición boeciana puede ser considerada
una noción filosófica de la persona humana. La reflexión filosófica, en esta
vertiente, comienza por la persona humana, por el hombre concreto. Sólo en una
segunda fase muerde sobre los problemas que plantea la vida social. Y siempre
conserva una arista optmista al sostener que ella se realiza (o se actualiza)
mejor en sociedad. Por el contrario, la actitud lockeana sólo llega al hombre
social a través del consentimiento, es decir, la realidad social por la
que debuta el filosofar al respecto, es considerada, en primer lugar, a través de una ventana que pone el acento,
no en el hombre, sino en el acordar las voluntades de los individuos que
llegan al consenso.
Fácil es advertir que la definición boeciana se funda en la
inteligibilidad de las cosas. Hay una primacía del ser y de aquello que
es consecuentemente inteligible. Por su parte, la noción lockeana se
funda en la voluntad del
individuo que consiente. Hay, en este caso, una primacía del
voluntarismo individual, atomizado en una multitud de elementos que pueden ser mensurados
(o considerados cuantitativamente) y cuya primera misión es obrar en
función de un acuerdo fundamental y necesario para que la convivencia sea
posible. Prima aquí, no el ser, sino un elemento de la colectividad (el
individuo), y no la inteligibilidad sino la voluntad (27).
3. El límite del cambio.
La idea de cambio, especialmente desde la Encíclica Rerum
Novarum, se abre camino. Cuando
aparece un obstáculo, se hace menester un cambio. A la novedad del
obstáculo, se debe oponer la novedad de una solución, porque si ellos siguen
multiplicándose de manera harto peligrosa, ponen incluso en cuestión la vida
sobre la tierra. Y no sólo la vida: el mismo planeta...y hasta el propio
sistema! Hoy, ya sabemos que si no se
solucionan ciertos problemas, no tendremos otra oportunidad, imagen tan
apocalíptica que hace cien años aun no
se avizoraba con la nitidez que ahora ha alcanzado. Se diría que el hombre en
el desarrollo de la idea que nos hacía
avanzar ciegamente en el orden del progreso, se ha encontrado con que sus
instituciones jurídicas que tutelaban sus valores fundamentales no se muestran
suficientemente eficaces.
Asoma algo así como la espantosa visión de una degradación de la
persona, de la sociedad y de la naturaleza. En su avance ciego y arrollador la
humanidad ha inferido profundos ataques a la persona humana y al medio social y
al natural en los cuales ella debe medrar.
No se exagera aquí con la triple degradación de que se habla. No
otra cosa significan las dos grandes guerras del siglo pasado, los grandes
genocidios, el terrorismo internacional, la atroz contaminación ambiental y el
narcotráfico con facetas políticas. Decía Bentham, que el derecho era el
esqueleto con el que se mantenían enhiestas las instituciones políticas
fundamentales. Sin embargo, los procesos de Nuremberg, por ejemplo, y todo lo
que ellos produjeron significaron un profundo distanciamiento de los grandes
principios jurídicos y políticos pregonados y elaborados por los pensadores de
la Revolución francesa y sus seguidores. Si se examina rigurosamente cómo se
constituyeron esos Tribunales y cómo actuaron y fundamentaron sus juicios, se
verá que el principio de separación de los poderes, el derecho codificado y
positivizado con anterioridad a los hechos que dieron lugar a los procesos, y
la obligación de los jueces de motivar sus juicios fundándolos en ley
predictada, no han sido mantenidos como principios irrenunciables. Es decir, a
la luz de los principios surgidos en 1789, los delitos de lesa-humanidad que
fueron cometidos, no habrían podido ser cabalmente castigados.
Dicho también de otra
manera, los crímenes, sobre los cuales quizá aun no se ha meditado lo
suficiente, y con suficiente serenidad, fueron tan horrendos como los
bombardeos masivos indiscriminados de las potencias vencedoras. Tan horrendos
como algunas aventuras guerreras e intervencionistas posteriores, sobre las
cuales la humanidad pasa velozmente sin contar el número de muertos inocentes.
De ahí que, en tales o análogas situaciones, se imponga el cambio.
Darnos cuenta que la ley –por obra de las circunstancias- no siempre se muestra
tan maleable como para afianzar la justicia: es la advertencia del tiempo.
Pareciera que la legislación va muy a la zaga de las necesidades de los pueblos;
o que los cambios que generan obstáculos se aceleran. Por ende, cuando el
crimen es tan monstruoso como el genocidio, la solución debe ser también
extraordinaria. Ante crímenes atroces, para que no queden impunes, se hace
menester una nueva concepción jurídica que permita su punición.
Pero –es lo que queremos poner de relieve- nunca la humanidad había
asistido a violaciones, masivas o no,
tan brutales. Todo nuestro progreso, por más que sea grande, no alcanza
a justificarlas. De una cosa estamos seguros y va repetido: no es verdad que
los progresos particulares (político, social, económico, jurídico, moral,
científico, técnico y artístico) avancen todos ellos al unísono, juntos y
paralelamente. Hay desfasajes. Grandes desfasajes. Aquí, en ellos, están los
obstáculos, que menudean y se suman cada vez más. Los cambios implican
mutaciones y éstas deben implicar soluciones dadas cada vez más velozmente.
Hemos tenido que parar
mientes en los derechos de las personas humanas. ¿Quién pensaba de una manera tan intensa en el derecho a la
vida? Diríase que la Revolución frencesa se desarrolló a la sombra del derecho
a la libertad. Hoy, hemos avanzado en la degradación, más allá de toda
imaginación y hemos llegado al último reducto de los derechos esencialísimos de
la persona: el derecho a la vida. Más allá ya no hay nada. Estamos ante el
abismo.
Nosotros mismos hemos participado y sufrido terrribles conflictos,
de ambos signos, en nuestro propio suelo, problemas que todo el aparato
jurídico no pudo evitar. La fuerza, la gran adversaria del derecho cuado ella
no ha encontrado sus carriles jurídicos, se encarnó en situaciones inhumanas y
en la muerte. El hombre se degrada cuando desciende a manifestaciones de tal
laya, porque lo natural es el diálogo racional que el lenguaje posibilita. El
terror es el arma irracional, que ofende la dignidad de la persona. Los
reflejos jurídicos parecieran ser lentos ante los cada vez más graves
obstáculos que se presentan. El cambio, ante situaciones masivas de ese tipo,
¿es todavía posible?
Una vez más, para responder, debemos poner la mirada en la persona
humana, en cuya entidad, la vida (y su continuidad en condiciones dignas),
florece como un derecho esencialísimo, sostén de todos los demás, sin cuya
vigencia la humanidad dejaría de ser tal. En consecuencia, una reflexión final
nos alerta que la idea de progreso pone el acento en la humanidad (o en un país
o en una sociedad determinada). La tónica actual, y su vertiente jurídica, está
centrada más bien en los derechos de la persona humana. Defender la vida de
cada persona en cada caso es defender la existencia de la humanidad.
V. La pervivencia de la persona humana.
De acuerdo a lo dicho, el hombre de nuestros días tiene ante sí una
indudable elección: o se queda en la inmanencia, tratando de crear con soberbia
su mundo, pretendiendo dominar toda la materia y dictar sus leyes, las que él
encuentre convenientes, pero con el peligro siempre permanente del
aniquilamiento total; o, por el contrario, recuerda su origen, su destino, y
retoma conciencia de su finitud y de su trascendencia y, sobre todo, que es
sólo un humilde co-creador en la obra de este mundo, cuyas leyes fundamentales,
impresas en la naturaleza de las cosas y de sí mismo, no podrá violar jamás,
salvo que corra el riesgo de extinguirse como persona y, aun más, como especie.
Creemos que está en peligro la propia existencia humana. La pervivencia
de la persona asume, así, fundamentalísima importancia.
Ell olvido de nuestros deberes, nos ha conducido a una actitud tribal,
como cierto sociólogo francés calificara a nuestra sociedad. Hoy, todo el
mundo y, especialmente, en nuestro país, invoca solamente sus derechos, con
total desprecio por los deberes que el hombre que vive en sociedad debe
observar.
El exacerbado individualismo que se manifiesta a partir de la Edad
Moderna, especialmente en el orden político, ha conducido a un amortiguamiento
de la solidaridad social y, con ello, al resquebrajamiento de todo pacto
social y de todo consentimiento institucional.
Creemos que el derecho es una propiedad de la persona.
Estamos bastardeando la noción de esa propiedad. Todos los sectores reclaman
derechos, con absoluto desprecio de los derechos del prójimo, y presionan por diversos medios al resto de
la sociedad para lograrlos. Ésta es, efecto, una verdadera actitud tribal.
¿Volvemos a la animalidad? ¿Dónde queda un vestigio de la persona humana?
¿Destruimos el planeta para lograr nuestros particulares designios,
aun si en ello nos va la vida?
Para llamar la atención acerca del olvido de nuestros deberes,
veamos qué dicen algunos párrafos del índice de un libro publicado hace casi
doscientos años:
“`Deberes
de la sociedad”,
“`Deberes
de los padres”,
“`Deberes
de los niños”,
“`Deberes
de la edad”,
“`Deberes
del rango”,
“`Deberes
generales”,
“`Deberes
del ciudadano”, etc.(28).
Estos
deberes son apenas un esbozo. Lo que, en otras épocas era parte de la
educación, hoy yace casi olvidado. Se ha producido lo que un escritor ha
denominado el “crepúsculo del deber”. Estamos forjando un mundo ausente
de deberes, con lo cual se debilita la contracara de los derechos. Atomizando el todo, las partes se
dispersan en el caos.
Cada
persona es una unidad ontológica que se debe a sí misma. Pero se olvida al
prójimo, de tal manera que un
apreciable porcentaje de seres humanos, se debaten en la angustia y no alcanzan
una personalidad acorde con la esencia de la especie humana. La persona
es más que un mero individuo; es un individuo singular que reconoce en sus
semejantes a otros individuos singulares, todos capaces, además, de desarrollar
una personalidad única, dotada de completa autonomía
ontológica (29).
La pervivencia
de la persona, de todas las personas existentes, es la condición
fundamental para lograr un mundo social y naturalmente viable para lograr el bien
común. He aquí el peligro que está afrontando la humanidad. Es menester
poner el acento en este gran deber humano, sin cuyo cumplimiento se
corre el riesgo máximo de no alcanzar el nivel que nos hace humanos y de
involucionar hacia la animalidad.
(*)
Président de l’Académie Nationale de droit et de Sciences sociales de Cordoba, Argentine
© THÈMES II/2006
(1)
Ch. PERELMAN, Logique Juridique. Nouvelle rhétorique, Imp. Toulouse, Dalloz, 1976. Cfr. Especialmente la segunda parte, “La
Logique juridique et l´argumentation”, págs. 135 y sgts.
(2) J. BURY, La idea de progreso, Madrid,
Alianza, 1971, pág. 135.
Si leemos las Cartas
persas nos encontraremos con dos cartas muy importantes. En la CV Redi
escribe a Usbek y le dice: “Me vas a tener por un bárbaro cuando te diga que no
sé si las utilidades que de ellas (las ciencias y las artes) se sacan, resarcen
a los hombres del continuo abuso que de estos conocimientos hacen”. “He oído
decir que la invención sola de las bombas había privado de libertad a todos los
pueblos de Europa”. “Ya sabes que desde
la invención de la pólvora no hay fortaleza inexpugnable, esto es, que no queda
en la tierra, Uzbek, amigo, refugio contra la violencia y la injusticia”.
“Considéralo bien tú que has leído que los historiadores en casi todas las
monarquías se han fundado por hombres que ignoraban las artes, y han caído por
haberlas cultivado en demasía. El antiguo imperio de Persia nos ofrece un
ejemplo palpable de esta verdad en nuestra propia casa”.
“No hace mucho que estoy en
Europa, y he oído hablar a sujetos de juicio de los estragos que causa la
química, que parece que es el azote que pierde a los hombres y los destruye
poco a poco, pero sin cesar, mientras que los otros tres, la guerra, la peste y
el hambre, los destruyen por mayor, pero con intervalos. ¿Para qué nos ha
servido la invención de la brújula, y el haber descubierto tantos pueblos, como
no sea para que nos comunicaran sus dolencias antes que sus riquezas?”
“Empero, por otra parte, ha
sido muy perniciosa esta invención a los países recién descubiertos. Naciones
enteras han sido destruidas, y los habitantes que se han librado de la muerte,
reducidos a tan dura esclavitud, que sólo el oírlo contar hace estremecer a los
musulmanes”.
“¡Venturosa ignorancia de
los hijos de Mahoma! Simplicidad amable tan apreciada de nuestro Profeta, sin cesar me recuerdas tú el candor
de los antiguos siglos y la serenidad que reinaba en los pechos de nuestros
primeros padres”.
En la carta siguiente Usbek
le contesta a Redi y se muestra partidario del progreso. No obstante, la duda
queda en el ánimo del lector. En otras cartas (CXVII) pareciera que admite
progresos y decadencia, períodos de progreso material y técnico, que no
garantizan el progreso moral, pues “el espíritu del hombres es todo
contradicción” (XXXIII).
En un estudio preliminar a la edición española (Madrid, Tecnos,
1986) de las Cartas Persas, Joseph
Colomer hace un breve estudio y trata específicamente el tema del progreso.
(3) J.J. ROUSSEAU, Discurso
sobre las ciencias y las artes, Madrid, Alianza, 1988. El volumen también
reproduce Del contrato social y el discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres,
(4) R.J. TURGOT (1727-1781) es el mismo
funcionario de Luis XV, que se ocupó de cuestiones financieras y se interesó
por problemas de orden económico. En su juventud escribió los discursos
citados, que en castellano pueden leerse con el título de El progreso en la
historia universal (Madrid, Pegaso, 1941).
(5) Turgot finaliza el
párrafo diciendo: “Las circunstancias desarrollan esos talentos o los dejan
perderse en la oscuridad, y de la variedad infinita de estas circunstancias
nace la desigualdad del progreso de las naciones” (ibíd., pág. 37).
(6 y7) ibíd., pág.
88.
(8) ibíd., pág. 121.
(9) Condorcet fue también
un gran matemático. A él se deben las leyes estadísticas aplicadas al estudio
de los fenómenos sociales. Había ingresado a los 26 años a la Academia de
Ciencias y desde 1776 fue su secretario.
(10) Existe una buena
traducción castellana titulada Bosquejo de un cuadro histórico de los
progresos del espíritu humano (Madrid, Editora Nacional, 1980).
(11) ibíd., págs. 246/7.
(12) ibíd., págs.
247/8.
(13) Es verdad que Th. Jouffroy, en su Cours de
droit Naturel (París, Hachette,
1876, t. I, pág. 259) ya se apoyaba, en alguna medida, en la idea de cambio para
explicar su teoría de las revoluciones. Pero “l´amour du changement”, al
cual hace referencia, es una circunstancia de una situación intelectual de la
época, que “no es otra cosa que el sentimiento de la necesidad de aquello que
nos falta, que no tenemos y que ansiamos”. Estas expresiones –traducidas con
gran libertad- y otras semejantes (ibíd., págs. 260,262, etc.) revelan
un concepto de cambio fundado más bien en el orden psíquico (cambio moral) y
no en el tecnológico, que es la consigna de nuestra hora.
(14) Mill aspira a una
valoración superior de la vida moral. La idea de progreso alcanzó, no obstante,
tal prestigio, que permitió a estudiosos como Luis Weber, pretender una
enunciación sociológicamente científica en su obra Le Rythme du progrès (Paris, Alcan, 1913). La obra
contrasta notoriamente con la de Georges Friedman, escrita años después, quien,
al hacer la historia de las ideas del período 1895/1935, y también desde la
atalaya de la sociología, titulaba su trabajo muy de otra manera con la
expresión La crise du progrès (París, Gallimard, 1936).
(15)
Enc. Rerum Novarum, 97.
(16)
Enc. Centesimus annus, 17.
(17) ibíd., pág. 18.
(18) N.
De ANQUIN puso de relieve estas aristas en un artículo titulado “Persona y
situación”, publicado en la Revista Arkhé, Segunda serie, Año IV,
fascículo único, Córdoba, 1967, págs. 3/14. Para tal fin utilizó la siguiente
edición: An mani, Sever, BOETTI, Consolationis Philosophie, libri V, Eiusdem opuscula sacra anctiora Vallinus,et notis illustravit,
Parisiis, 1656.
(19)
ibíd., pág. 5. Cfr. S. THOMAS, Sum. Theol. III, q. 20, a. l-, sol.2.
(20) Paulo III insistió en la Bula Sublimis
Deus (1537) que los indios eran verdaderamente hombres. Es decir, con ello,
puso fin a la discusión sobre el tema de la bestialidad del indio. Y lo
que era más importante –a los ojos de la iglesia- con ello se lo declaraba “capaz de recibir la Gracia divina”. La
Bula de Paulo III revela cómo, aun en pleno siglo XVI, los planteos teológicos
incidían en la política de las naciones europeas. Así, la desacralización de la
noción de persona se produce muy lentamente.
De otro lado, y
correlativamente, el concepto “hombre” lograba
una mayor extensión lógica con la
incorporación del indígena americano. Por cierto, aquí quedaba definido como
ser racional y, de esa manera, la noción lógica se planetizaba para decirlo con
un término caro a Teilhard de Chardin. Coincide, pues, la planetización del
orbe con la del concepto hombre. En ambos casos, América lo hizo posible.
(21) Sabia e ingeniosa
explicación, la De Gabio Baso, en su tratado Del origen de los vocablos,
de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma origen del
verbo personare, resonar. He aquí cómo explica su opinión: “No teniendo
la máscara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de
la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para
escapar por una sola salida, adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte.
Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha
dado el nombre de persona, y por consecuencia, de la forma de esta
palabra, es larga la letra ...”. (AULO GELIO, Noches áticas, Buenos
Aires, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1959, libro V, cap. VII).
(22) J. DUNN, La pensée politique de John
Locke, Paris, Puf, Coll. Leviathan,
1991. En la concepción de Locke, Dios impone a los hombres deberes religiosos
individuales dándoles la capacidad intelectual de conocer las verdades morales
pertinentes. De una manera similar se dan los problemas y las soluciones en el
orden político. Los derechos autónomos de los hombres en el ejercicio de la
actividad política se hallan perfilados por la misma modalidad de lo que ocurre
en el campo teológico.
Dunn ha considerado también
que el “estado de naturaleza” del hombre en el pensamiento de Locke es un
axioma teológico (pág. 112). Por lo demás, el individualismo político es hijo
del individualismo religioso que conduce al “individualismo posesivo”.
(23) op., cit.,núm. 50.
(24) ibíd., núm. 95.
(25) N. de ANQUIN, art. Citado, pág. 8.
(26) Cfr. Ch. DE KONINCK,
“Sobre el carácter deliberadamente ambiguo del lenguaje filosófico”, artículo
publicado en Estudios teológicos y filosóficos, Buenos Aires, págs.
9/18.
(27) En el continente
europeo existe una otra importante noción de persona que se aproxima a la de
Locke desde una perspectiva profundamente ontológica y no meramente fenoménica
y cuantitativa. Se trata de Hegel. Según De Anquín en este caso “la persona es
un resultado de la atomización del Todo” (artículo citado, pág. 13).
(28) Ch. RENOUARD, Éléments de morale, París,
M.DCCC,XX, seconde édition, M.DCCC.XX.
(29) I. QUILES, Persona
y sociedad, hoy, Buenos Aires, Eudeba, 1970, págs. 33 y sgts.
En esta obra Quiles pasa
revista a la definición de persona, siguiendo un itinerario histórico. Culmina
su trabajo con su teoría de la in=sistencia. Señala, así, tres puntos
fundamentales: “1. La raíz profunda de la persona y de su esencia es la interioridad.
2. La esencial naturaleza social del hombre. 3. El orden social y su
desarrollo, como consecuencia deben subordinarse al bien de la persona”.
El mismo autor en su obra La
persona humana (Buenos Aires, editorial Kraft, 3ª. Edición, 1967), en las päginas 155 y sgts hace el “Análisis
de la personalidad metafísica de la persona” y estudia la definiciön de Boecio
y la de Santo Tomás. Además, nos introduce en el uso y significado de los términos,
las dificultades idiomáticas y las traducciones del griego al latín. Por
cierto, en el análisis incluye la posición de Aristóteles, cuando éste dice que
la persona es el “individuo completo o la sustancia individual completa racional”.
Indudablemente, se debe
tener presente en ese itinerario que en la Edad Media la persona era definida
desde una concepción teolögica, mientras que en la Edad Moderna, los autores,
secularizada la cuestión, abordaban el tema desde el ángulo filosófico o
meramente político.
Jean Marc TRIGEAUD, en su
obra Droits Premiers (Paris, Bière, 2001) desarrolla su teoría
contemplando una concepción en la que la persona es “una unidad integral,
siempre y totalmente presente, y sin cesar distinta”.