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Mise
en ligne novembre 2005
Édition spéciale : la pensée de Jean Paul II
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El
derecho natural clásico
en
la teoría y praxis de los canonistas
par Javier Hervada,
Professeur émérite de philosophie du droit
et de droit canonique à l'Université de Navarre,
Directeur honoraire de la revue Persona y
derecho
Cette grande personnalité telle que Jean-Paul II s’est distinguée
entre autres par sa constante défense des droits de l’homme, non pas d'après la
vision déformée dérivée des Lumières, mais en tant que droits naturels
conformément à la conception de la philosophie et la théorie juridiques
consonantes au message chrétien. Cette conception est la tradition classique du
droit naturel, fidèlement suivie par les canonistes depuis le début avec
Gratien jusqu’à nos jours.
C’est pourquoi, comme un hommage à Jean-Paul II, il nous a paru
approprié de rappeler cette tradition classique du droit naturel suivie par les
canonistes.
El mejor modo de exponer la praxis de los
canonistas sobre el derecho natural es evocar la posición que el derecho
natural ocupaba en el derecho romano y en el derecho europeo posterior a la
Recepción hasta la aparición del positivismo jurídico a principios del siglo
XIX. En este sentido, la praxis canónica representa la continuación de la
tradición clásica. No es de extrañar, porque fue ajena, tanto a la influencia
–por muchos motivos perniciosa para la teoría del derecho natural– del llamado
iusnaturalismo moderno, como a los profundos cambios que introdujo la filosofía
kantiana en dicha teoría y a la rápida expansión del positivismo jurídico.
En
ningún momento, la existencia del derecho natural y su operatividad en el
ordenamiento jurídico fueron objeto de duda o negaciones. Ha sido esto, sin
duda, fruto de la fidelidad al pensamiento católico, del que forma parte la
existencia de la ley natural. Detengámonos brevemente en este punto.
La existencia de la ley natural no es, de
suyo, una verdad que forme parte de los misterios del cristianismo. Constituye
una verdad natural, cognoscible por la razón natural. Recordemos que la idea de
lo justo natural aparece con el nacimiento del pensamiento filosófico en
Grecia. Los sofistas hablaron – si bien
de manera dudosamente aceptable- de la distinción entre physis y nómos, entre lo
justo natural y lo justo positivo, distinción de la que Aristóteles se hizo
eco, en términos tales que ha sido llamado, no sin razón, el padre del derecho
natural. También la ley natural fue pieza maestra de la teoría moral de los
estoicos – que cubren quinientos años de la historia de la filosofía-, y de
autores por ellos influidos como Cicerón. Y es bien notorio que el derecho
natural jugó un papel de primera importancia en el derecho romano, que debe al
iusnaturalismo buena parte de su perfección y armonía.
Sin
embargo, es verdad que la ley natural forma parte del ideario del cristianismo
o, por decirlo más exactamente, forma parte del depósito revelado. Es en un
bien conocido texto del Nuevo Testamento, Rom 2, 14-16, donde aparece la ley
natural, como ley divina grabada por Dios en el corazón humano, de la que da
testimonio la conciencia. Esta ley natural es proyecto divino para la vida
moral del hombre, pero es también proyecto divino para la sociedad humana.
Gracias al pasaje paulino, la teoría de la ley natural pasó a la Patrística y,
a través de ella, al magisterio eclesiástico, constituyendo una pieza
fundamental del pensamiento social católico.
Siendo
esto así, es lógico que la legislación canónica acepte plenamente el derecho
natural y que la canonística, desde que
naciera con Graciano, haya asumido una teoría y una práctica del derecho, que
se fundamente en las tesis iusnaturalistas.
Llegados a este punto, me parece que es
el momento de exponer la concepción canonista del derecho natural. Fácilmente
se puede advertir que no se trata de ninguna teoría original, sino de la
concepción clásica de la tradición jurídica, aquella que comenzó en Roma, fue
recibida por la ciencia jurídica medieval y se prolongó hasta los comienzos del
positivismo en las postrimerías del siglo XVIII y los albores del siglo XIX.
Por lo tanto, exponer la concepción canonista del derecho natural, no es
exponer una concepción original y singular, sino lo que fue la común tradición
de la ciencia jurídica hasta el advenimiento del positivismo jurídico. No es,
pues, una experiencia jurídica ajena a la ciencia jurídica secular, sino la
pervivencia, tras casi dos siglos de positivismo, de la mejor tradición
jurídica europea.
Para comprenderla es preciso tener
presente que la teoría del derecho natural tuvo dos modos de transmisión: la
tradición filosófica y la tradición jurídica. Hasta la Codificación del siglo
XIX, la tradición jurídica se transmitió a través de los comentarios a los
primeros pasajes del Digesto, incluido en el Corpus Iuris Civilis, y a la distinción primera del Decreto de
Graciano, componente del Corpus Iuris
Canonici. Característica de la tradición jurídica fue ser escasamente
sensible a las disquisiciones filosóficas, que poco influyeron en esa
tradición. Tan sólo la elaboración aristótelico‑tomista, que es un
reflejo de la tradición jurídica, tuvo influjo en los canonistas, aisladamente
en el siglo XVII, más perceptiblemente a partir del siglo XIX, con no escasa
influencia también de Suárez. No son, pues, los filósofos los que vamos a
analizar aquí, sino una construcción de juristas.
a) La afirmación primera y fundamental de
la tradición clásica puede establecerse así: el derecho natural es verdadero
derecho. Con ello, no sólo se quiere decir que existe el derecho natural, sino
también que se tiene por inconcuso que posee naturaleza específicamente
jurídica. Esta afirmación requiere ser explicada, para poner de manifiesto su
sentido.
El derecho natural, a partir del
positivismo, se ha enfrentado con dos clases de negación. Por una parte, la
negación de la existencia misma de un orden moral o jurídico natural o de
cualquier otro elemento natural, que de una u otra forma limite o condicione el
derecho positivo: es el positivismo extremado. Por otro lado, la negación del
derecho natural como una clase o tipo de derecho vigente, unida a la afirmación
de la existencia de algún factor moral, ontológico, axiológico o gnoseológico
condicionador del derecho al que, en algún sentido, se ha llamado derecho
natural: es el positivismo moderado, también denominado objetivismo jurídico.
Es bien sabido cuán múltiples son las teorías que abarca el objetivismo
jurídico. En él se pueden incluir corrientes kantianas y neokantianas que
hablan del derecho natural como forma a
priori del derecho, como idea o ideal formales del derecho; la doctrina de
la naturaleza de las cosas; la jurisprudencia de principios; la línea de la
estimativa y la axiología jurídicas; y las posturas de muchos otros autores
que, de una u otra forma, postulan la existencia de factores que condicionan la
interpretación del derecho positivo y, por lo tanto, el mismo derecho positivo.
De estos autores, unos hablan de derecho natural, otros no, pero el uso del
término derecho natural por los objetivistas no debe llevar a engaño: tales
condicionamientos no son el derecho natural en sentido clásico y por mi parte
pienso que en tales casos no debería hablarse de derecho natural.
Para la ciencia jurídica clásica, el
derecho natural es una clase o tipo de derecho vigente. Es, pues, derecho y,
por lo tanto, es derecho vigente. Cuando habla de derechos naturales, se
refiere a verdaderos derechos del hombre, que son defendibles en el foro; si
habla de ley natural, se refiere a preceptos, prohibiciones y permisiones de
origen natural, que forman parte del derecho vigente en la sociedad. Verdaderos
derechos y verdaderas leyes, dados por la naturaleza, pero cuyo origen último
se remonta al Supremo Legislador que es Dios.
Derecho vigente, parte del derecho
vigente: esta es idea fundamental de la concepción clásica del derecho
natural. Es la concepción que encontramos en Aristóteles, en un conocido
pasaje de la Ética a Nicómaco, lib.
V, c. 7, 1134 b: "En el derecho político –esto es, en el derecho vigente
de una sociedad perfecta o pólis– una
parte es natural y la otra legal. Es natural lo que, en todas partes, tiene la
misma fuerza y no depende de las diversas opiniones de los hombres; es legal
todo lo que, en principio, puede ser indiferentemente de tal modo o del modo
contrario, pero que cesa de ser indiferente desde que la ley lo ha
resuelto". El texto es bien claro: el derecho natural es una parte del
derecho vigente de la pólis.
No menos claro es, para lo que atañe al
derecho romano, el siguiente pasaje de las Instituciones
de Gayo (I,1): "Todos los pueblos que se gobiernan por leyes y costumbres,
usan en parte su derecho peculiar, en parte el común de todos los hombres; pues
el derecho que cada pueblo estableció para sí, es propio de la ciudad y se
llama derecho civil, como derecho propio que es de la misma ciudad; en cambio,
el que la razón natural establece entre todos los hombres, es observado por
todos los pueblos y se denomina derecho de gentes, como derecho que usan todos
los pueblos. Así, pues, el pueblo romano usa en parte de su propio derecho, y
en parte del común de todos los hombres". Gayo es inequívoco, el derecho
natural –el que establece la razón natural entre todos los hombres–, que él
llama derecho de gentes, es un derecho que se
usa, un derecho vivo, que se aplica en la vida y en el foro. Obsérvese
también que se habla de parte –partim– del derecho total vigente. El
derecho natural es una parte del derecho vigente.
Ni Aristóteles ni Gayo teorizan en esos
pasajes. El filósofo griego expuso lo que observó en la realidad. Gayo
describió la práctica jurídica romana. Es bien conocido el papel del derecho
natural en Roma. Por una parte, era el derecho que regulaba las relaciones
entre ciudadanos romanos y extranjeros, a las cuales no era aplicable el ius civile. Por otra parte, tuvo una
función importante en la tarea de humanización y adaptación del primitivo ius civile, rígido y formalista. En
cualquier caso, era un derecho vivo, parte del derecho vigente.
El derecho natural tuvo y tiene en la
tradición clásica la consideración de una clase o tipo de derecho vigente. En
unos casos se estableció la bipartición derecho divino o natural y derecho
humano; otras veces se usó la tripartición derecho natural, derecho de gentes y
derecho civil. Así lo encontramos, por ejemplo, en San Isidoro de Sevilla, que
transmitió a la Edad Media la cultura clásica antigua. Así lo encontramos
también en Graciano, al inicio mismo de su Decreto: "El género humano se
rige por dos derechos, a saber por el derecho natural y por las
costumbres" o derecho positivo.
Esta tradición clásica, que pervivió
entre los juristas hasta la generalización del kantismo y del positivismo, es
la que ha permanecido viva entre los canonistas hasta hoy. El derecho natural
es verdadero derecho vigente.
Podríamos preguntarnos ahora si la
convicción de la tradición clásica del derecho natural acerca de la naturaleza
jurídica del derecho natural – verdadero derecho – tiene algún fundamento
racional. ¿Se trata de una tradición asumida acríticamente o existen argumentos
racionales para aceptar la existencia del derecho natural?
La cuestión del derecho natural no es
otra que el problema de si existe un núcleo natural de juridicidad o lo que es
lo mismo, ¿es el derecho un producto cultural o es también una realidad
natural? Sin duda el derecho positivo, que – no se olvide – representa en todo
caso la mayor parte del fenómeno jurídico, es una realidad cultural, obra del
hombre. Es éste un hecho indiscutido. Pero, ¿es el fenómeno jurídico en su
totalidad un invento humano, un hecho cultural, o existe un núcleo natural de
juridicidad, sobre el que se asienta el derecho positivo como fenómeno
cultural? He ahí una pregunta a la que el positivismo ha dado una respuesta
indirecta, pero que realmente no ha sido objeto de planteamiento directo ni de
respuesta directa. La Escuela moderna del Derecho Natural, a través de su
teoría del pacto social, entendió la sociedad y el poder como fenómenos
culturales, a partir de un estado natural asocial, pero el derecho no era
concebido de igual modo, pues se partió de la base de que en el estado natural
existía un ius naturae. No era, pues,
el primigenio estado de la humanidad un estado ajurídico.
Una natural ajuridicidad, de modo que el
derecho sea, desde su raíz, un hecho cultural apenas si es razonablemente
sostenible, porque es axiomático que no hay hecho cultural que no tenga una
base natural. Para que el hombre produzca algo, es absolutamente necesario que
tenga la capacidad natural para ello y que en la naturaleza se den los
supuestos necesarios. Si el hombre no tuviese la capacidad de ver, no existiría
todo aquel conjunto de hechos culturales relacionados con la potencia visual:
ni la pintura, ni la escultura, ni la televisión, ni el cine, ni todo cuanto
descansa sobre la capacidad humana de ver.
Por eso me parece de elemental sentido
común que, pues existe el fenómeno jurídico, debe existir un núcleo natural de
juridicidad. Obsérvese que no es suficiente cualquier potencia o capacidad
para que exista el hecho cultural. La potencia debe ser del mismo orden del
hecho cultural y en relación con él. Para poder nadar hace falta la capacidad
natatoria. Para que exista la escultura hace falta la visión y la capacidad
manual. O en la naturaleza existe la dimensión jurídica, o ésta resultaría
imposible e inexistente. Es lo que ocurre con los animales. Los hombres podemos
hablar de derechos de los animales y hacer declaraciones de ellos, pero
respecto de los animales y su conducta tales declaraciones son vacuas, pues los
pretendidos derechos ninguna influencia tienen en la conducta animal, que es
ajena a esta categoría. Si no hubiese juridicidad natural en el hombre, no
habría derecho positivo. De ahí que, a mi juicio, la mejor demostración de la
existencia del derecho natural es la existencia del derecho positivo.
¿Cuál es ese núcleo natural de
juridicidad? Pienso que, por un lado, ese núcleo natural de juridicidad reside
en la existencia de una dimensión jurídica de la persona humana, en virtud de
la cual tiene la potencia natural necesaria para ser titular de derechos. Pero
esto sólo es posible si el hombre está constitutivamente estructurado como ser
dominador de su propio ser y de su entorno, lo cual debe admitirse, pues el
hombre es persona y ser persona implica poseer el dominio sobre el propio ser.
Ahora bien, si el hombre es poseedor de su propio ser, es titular de algún
derecho: el derecho al propio ser. Lo cual quiere decir que es naturalmente, no
sólo capaz de derechos, sino titular de derechos.
Por otra parte, el núcleo natural de
juridicidad supone la natural estructura de la persona humana como ser regulado
por leyes sociales, lo que implica alguna ley natural.
En suma, pienso que en razón de lo dicho
puede establecerse la que podemos llamar la insalvable aporía del positivismo:
si no existe derecho natural no puede existir derecho positivo; y si existe
derecho positivo, necesariamente existe derecho natural.
b) Pasemos ahora a una segunda convicción
de la concepción clásica. Siendo verdadero derecho vigente, el derecho natural
no forma un orden jurídico u ordenamiento separado del derecho positivo. La
idea de que existen dos sistemas jurídicos, uno natural y otro positivo, dos
órdenes jurídicos completos en sí, ambos concurriendo en la regulación de la
misma realidad social, no es la tradición clásica, sino la distorsionada visión
que introdujo la Escuela moderna del Derecho natural, especialmente la
dirección racionalista.
Recordemos que el iusnaturalismo
racionalista concebía el derecho natural como el conjunto de leyes racionales
que a su entender regía la sociedad humana, por virtud de la Naturaleza. Al
igual que el Universo tiene unas leyes físicas perpetuas, universales e
inmutables, ajenas al cambio histórico, la sociedad humana poseería también
unas leyes de la naturaleza, fijas e inmutables, ajenas al tiempo y a la historia.
Estas leyes naturales – leyes racionales – formarían un sistema completo de
normas reguladoras de la realidad social, que se opondrían al derecho entonces
vigente, el derecho del Antiguo Régimen, que sería un derecho oscurantista. El
derecho natural que el racionalismo ofrecía representaba para ellos el nuevo
derecho – el propio de la era de las luces –, que debía sustituir al viejo
derecho de raíces medievales. De ahí que el ideal racionalista del siglo XVIII
terminó por ser la plasmación de ese derecho racional en unos cuerpos legales,
dando de este modo impulso al movimiento codificador. Así, pues, derecho
natural y derecho positivo se presentaban como dos sistemas de normas u órdenes
jurídicos. Esta idea de los dos órdenes, natural y positivo, ha dejado un
rastro tan fuerte, que incluso algunos neoescolásticos – contra toda razón – la
han hecho propia. Pero a nadie se le oculta que ese iusnaturalismo de los dos
órdenes o sistemas debía conducir – como condujo – a la negación del derecho
natural como derecho vigente. Si el derecho positivo es un sistema jurídico
distinto del derecho natural, y de él es propio el sistema de garantías
judiciales y de ejecución coactiva, el derecho natural es un orden normativo
sin garantía judicial y sin coacción. Eso ya lo advirtió Hobbes y lo puso de
relieve Thomasio. La consecuencia – que ya sacaron los dos autores citados – es
que el derecho natural tendría características peculiares distintas de las
propias del derecho positivo, de tal modo que no sería, propiamente, derecho.
El derecho natural sería ética o moral, conclusión racionalista que han
aceptado no pocos neoescolásticos y neotomistas, pese a que no concuerda con la
Escolástica en general, ni con Santo Tomás de Aquino en particular. Esto es
algo sobre lo cual debe tenerse una idea muy clara. Entender el derecho natural
como moral o ética sociales no es la tradición clásica, sino una derivación de
la Escuela racionalista del Derecho Natural. Entendámonos, sin duda existe una
ética social natural, pero ésta no es el derecho natural.
Según la concepción clásica, el derecho
vigente consta de una multiplicidad de factores divididos en dos grupos: una
parte natural y una parte positiva. La palabra clave es parte. Una parte del
derecho vigente es natural y una parte es positiva. Lo veíamos en Aristóteles y
Gayo y es nítidamente detectable tanto en la tradición jurídica como en la
tradición filosófico‑teológica hasta el siglo XVIII. Como es detectable
en los canonistas hasta nuestros días.
No hay, pues, más que un sistema jurídico
vigente, dotado de garantías judiciales y de ejecución coactiva. Ese único
sistema en parte es natural y en parte es positivo. ¿Tiene, pues, el derecho
natural una garantía judicial? Naturalmente, el sistema judicial imperante en
la sociedad. ¿Está dotado de coacción? Efectivamente lo está; es el sistema
coactivo de la sociedad que, al igual que el sistema judicial, está al servicio
del derecho vigente, sea natural, sea positivo. Esto resulta de difícil
experiencia en el ámbito de la sociedad civil, porque el positivismo reinante
ha desterrado la mención del derecho natural en las sentencias de los jueces y
en los alegatos de los abogados; pero sigue siendo un hecho, pues el derecho
natural no puede ser desterrado de la vida jurídica e interviene con nombres
disfrazados: principios informadores del ordenamiento, principios de justicia,
principios generales del derecho, derechos humanos, naturaleza de las cosas,
etc.
En cambio, es experiencia vivida en el
ordenamiento canónico. En él es experiencia, que conoce cualquier canonista y
cualquier jurista familiarizado con la jurisprudencia matrimonial. Hablo de la
jurisprudencia sobre el matrimonio, porque el sistema matrimonial canónico es
ejemplar al respecto. La construcción legislativa, jurisprudencial y doctrinal
del matrimonio canónico es una admirable articulación entre derecho natural y
derecho positivo en un único sistema jurídico. Constituye la mejor experiencia
contemporánea de la tradición clásica.
Que el derecho natural y el derecho
positivo formen un sólo sistema de normas tiene una serie de consecuencias, de
las cuales quisiera aquí mostrar dos. En primer lugar, resulta vicioso para un
jurista iusnaturalista clásico hablar de una solución de derecho natural y una
solución de derecho positivo en relación con una misma cuestión. Podría decirse
– y de hecho se dic e– que, en tal caso concreto, la solución de derecho
natural es una y la de derecho positivo es otra. Esto o es una consecuencia – o
por mejor decir una inconsecuencia – de seguir un método positivista para
interpretar el derecho positivo, o es una mala interpretación. Si derecho
natural y derecho positivo son partes – elementos o factores – del derecho
vigente, en cada caso concreto sólo puede haber una solución, que es la solución
de derecho, en la que se deben conjugar armónicamente los factores naturales y
los factores positivos.
También resulta equívoco hacer la
distinción entre el derecho natural y el derecho positivo, diciendo que el
primero es el derecho que debe ser, mientras que el segundo es el derecho que
es. No sé si se habrá advertido que tal afirmación es típica de la Escuela
racionalista del Derecho Natural. Dos órdenes normativos distintos, de los
cuales uno, el natural o racional, estaría llamado a sustituir al otro. El uno
es, el otro debe ser. Al mismo tiempo es una forma sutil de negar la
juridicidad del derecho natural: es obvio que lo que debe ser, en tanto que
debe ser, aún no es; luego, si el derecho natural debiera ser derecho vigente,
es que no lo es. No es ésta la tradición clásica y por ello afirmaciones de
este estilo son ajenas a la común canonística.
No menos extrañamente suena a los oídos
de la canonística común decir que el derecho natural es el derecho ideal
mientras que el derecho positivo es el derecho real. Tal afirmación es ajena a
la tradición clásica, para la cual el derecho natural es derecho vigente y, por
consiguiente, derecho real. A nadie se le oculta que un ente ideal es un ente
de razón, sin existencia fuera del pensamiento. Lo que implica que calificar de
derecho ideal al derecho natural equivale a negar que sea verdadero derecho.
Una ley ideal no es una ley, un derecho ideal no es un derecho, son ideas, como
una casa ideal es una idea y no una verdadera casa.
Por todo lo dicho, no ha de causar
admiración que una serie de afirmaciones que han tomado, más o menos, carta de
naturaleza en la ciencia jurídica o en la filosofía jurídica seculares, no
encuentren ningún eco entre los canonistas. El derecho natural como orden ético
social, como idea de derecho o ideal de justicia, como derecho que debiera ser
o como conjunto de principios abstractos y generalísimos no corresponde a la
experiencia de los canonistas, como no corresponde a la tradición clásica. No
debe olvidarse que la concepción clásica responde perfectamente a la
experiencia de la canonística, acostumbrada a ver el derecho natural como
verdadera ley y verdadero derecho, plena y perfectamente articulados con el
derecho positivo.
c) Hemos visto dos aspectos fundamentales
de la concepción clásica y, por lo tanto, de la canonística. Veamos ahora el
tercer aspecto del que quisiera hablar aquí: las relaciones entre derecho
natural y derecho positivo en orden a la interpretación del derecho.
Es sin duda la interpretación del derecho
la función esencial del jurista, cuyo oficio y misión consiste en decir el derecho, en establecer cuál es,
en cada caso concreto, la solución de derecho. Pues bien, en relación con esta
operación esencial del jurista la tradición clásica da una serie de reglas –
más implícitas que explícitas –, que fácilmente pueden verse seguidas por los
canonistas. En breve síntesis, estas reglas son las siguientes:
Primera: el derecho natural mantiene siempre su índole de natural, aun en el
supuesto de encontrarse asumido por el derecho positivo. En el caso de normas y
derechos naturales positivizados, no deben interpretarse como derecho positivo
sino como derecho natural, y por lo tanto, según su propia índole. Tal sería –
aplicando esta regla a un ejemplo de derecho secular – el caso de los derechos
fundamentales declarados por la Constitución.
Segunda: el derecho positivo debe interpretarse conforme al derecho natural,
en razón de la función propia de éste: ser base, cláusula‑límite y
principio informador del ordenamiento jurídico. Esto no ofrece especial
dificultad al jurista por lo que respecta a la mayor parte del derecho
positivo.
Tercera: el derecho positivo no puede prevalecer sobre el derecho natural. En
caso de conflicto entre uno y otro derecho, el positivo debe reconducirse a los
términos del derecho natural. Es éste el principio de prevalencia del derecho
natural, que constituye la piedra de escándalo de los positivistas. Ante este
principio los positivistas de todos los signos suelen rasgarse las vestiduras,
augurando toda suerte de males a la ciencia del derecho y al ordenamiento
jurídico. A su parecer, los principios de certeza y de seguridad se verían
gravemente lesionados, se introduciría la más absoluta arbitrariedad y
temblarían los fundamentos mismos del Estado y del Derecho. Una reacción tan
exagerada y tan falta de contraste histórico nos muestra que es producto en
buena parte de desconocimiento del principio y es más una excusa que una razón.
Imaginaciones producto del desconocimiento. El principio se aplicó – de ello
tenemos ejemplos– por los juristas romanos y desde luego entre las causas de la
caída del Imperio no parece que se encuentre ese principio. Se aplicó durante
la Edad Media y la Edad Moderna y tales efectos brillaron por su ausencia. Y se
ha aplicado en el derecho canónico a lo largo de toda la historia y tampoco
existe el menor síntoma de ningún cataclismo: el ordenamiento canónico ha
gozado y goza de excelente salud, entre otras cosas gracias a ese principio.
No se piense que el principio de
prevalencia conduce necesariamente a actitudes extremas como la objeción de
conciencia, la desobediencia civil, la resistencia pasiva o activa o cosas
similares. Es cierto que tales actitudes pueden ser la única solución justa y
honrada ante determinadas prescripciones de la ley positiva, pero se trata de
casos raros e inhabituales. Lo normal es que el principio de prevalencia lleve
a una tarea interpretativa que reconduzca al derecho positivo a ser coherente
con el derecho natural. Pienso que con dos ejemplos tomados del Digesto se
pondrá suficientemente de relieve. Uno de ellos es el de un usufructo de
cantidad, que los juristas entendieron contrario a la razón natural. ¿Cuál fue
la solución? Sencillamente entenderlo como cuasiusufructo y en este sentido
interpretaron el correspondiente senadoconsulto. Así se lee en D. 7, 5, 2:
"Por este senadoconsulto no se dio vida a un propio usufructo de cantidad,
ya que la autoridad del senado no pudo cambiar la razón natural, pero,
introducido el remedio comenzó a admitirse un cuasiusufructo". Otro caso
se refiere a la capitidisminución. Pese a que el ius civile declaraba del todo incapaz al capitidisminuido, los
juristas declararon subsistentes las prestaciones naturales: "Es evidente
– leemos en D. 4,5,8 – que aquellas obligaciones que contienen una prestación
natural no se extinguen por la capitidisminución, porque el derecho civil no
puede alterar los derechos naturales; así, la acción de dote subsiste aún
después de la capitidisminución, porque está referida a lo que es bueno y
justo".
Fácilmente se advierte que la regla de la
prevalencia no origina ningún cataclismo en el ordenamiento jurídico, ni ataca
los principios de seguridad y certeza. Por el contrario es un principio de
humanización del derecho, de implantación de la justicia y de reconocimiento
de los derechos fundamentales de la persona humana. No se olvide que lo que es
contrario al derecho natural es injusto, representa una injusticia, y la misión
propia del jurista no es tanto decir lo legal como decir lo justo. Por eso, el
escándalo de los positivistas ante este principio me parece un escándalo farisaico.
Decía al principio que para exponer la
función del derecho natural en la teoría y práctica de los canonistas sobre él,
nada era mejor que evocar la tradición clásica, de la que la legislación y la
ciencia canónicas son expresión y pervivencia. Me parece haber cumplido el
propósito, subrayando particularmente aquellos rasgos que son más aplicables a
la ciencia jurídica secular. Pienso que recordar la tradición clásica,
mantenida viva por la canonística, puede ser un recordatorio útil para los
juristas empeñados en superar el positivismo jurídico y en buscar nuevas vías
para llegar a una ciencia del derecho más humana y más justa.
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© THÈMES III/2005