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Décembre 2004
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El sentido de la
civilidad europea
par Ángel Sánchez de la Torre,
Professeur
émérite de philosophie du droit à l’Université complutense de Madrid,
Membre de l’Académie royale de jurisprudence
et de législation
(président de la section de philosophie du
droit)
Solemos dar el nombre de “ciudadano” al individuo en
cuanto que es parte de un Estado y actúa como tal. La “civilidad”, que
corresponde a un conjunto de valores y conductas que abarcan también la
corrección en la conducta personal, el respeto a los animales y a las cosas, la
buena educación, ofrece mayor alcance y
se postula como un conjunto de valores culturales que rebasan lo político y lo
ideológico para instalarse en lo ampliamente social. Podríamos asignar la
civilidad más precisamente aún a lo que está denominando “sociedad civil”, en
cuanto pudiera diferenciarse de la estrictamente política.
El
sentido de la civilidad es más básico, más amplio y menos rígido que el de
“ciudadanía”
Definiremos también el campo a que
nos referimos con el término “Europa”. Se trata de un espacio geográfico en el
Occidente asiático y muy próximo a la zona norteña del Continente Africano.
Las coordenadas geográficas del
espacio europeo incluyen también referencias identitarias desde los tiempos más
antiguos. Refiriéndonos a los últimos tres milenios hallamos toponímicos
fluviales como los nombres del río Vístula que desagua en el mar Báltico, el Híster
(antiguo nombre del Danubio) en el Mar Negro, Istria en el Adriático, Esla en
una cuenca Atlántica, etc., así como los múltiples “estuarios”; cuyo común antecedente ístura cubre
todo el espacio europeo. También los hidrónimos que desde Ar-menia pasando por
Maine llegan al Miño. Igualmente las ciudades epónimas del “oso” (Moscú,
Berlín, Berna, Madrid: nombre éste evolucionado desde mehwed que
significa ”devorador de miel”, en un dialecto proto-celta); o las poblaciones
que llevan el nombre del dios lug (Lublín, Dublín, Lugo, Sanlúcar,
etc.) Los territorios cubiertos por las
lenguas eslavas, germánicas, celtas y mediterráneas trazan perfiles históricos
unitarios donde se superponen pobladores europeos que han escalonado su
convivencia durante siglos, desde los Urales hasta los mares occidentales.
Denominaciones idénticas describen a veces parajes análogos, como con el nombre
Iberia para las regiones montañesas del Cáucaso occidental y de la
actual España. Y otras denominaciones geográficas expresan simplemente la
situación de territorios vistos por los navegantes griegos: Anatolia
(por donde se levanta el sol); Hesperia (por donde se acuesta el sol,
primero la península itálica, después la ibérica); Hispania (los mares
por donde se pone el sol, nombre asignado a esta península por los
conquistadores romanos el año 197 a.C.).
Los grandes movimientos comerciales
de hace 5.000 años dejaban sus huellas en una extensión que cubría toda la
actual Europa. Por ejemplo el comercio del ámbar conducía a los Vénetos desde
las orillas del Báltico hasta la costa Adriática (Venecia), el Mar Negro
(Bizancio), y el Mediterráneo occidental (Valencia)
Muchas denominaciones nacionales
expresan en idiomas indoeuropeos caracteres peculiares de sus pobladores en
tiempos antiguos: Los Romanos luchaban con lanza (robur). Los Germanos
con lanza (gari). Los Ingleses con flechas (angl). Los Franceses
con hacha (francisca). Muchos siglos antes los Cántabros con hachas de
piedra (cant), como después los Sajones (sachs).
Los
nombres “civilidad”, “civismo” proceden de “Ciudad”. Pero ésta no se
identifica con “Estado”, excepto en lugares o tiempos muy determinados. Para
muchos politólogos e incluso filósofos de la Política y del Derecho, el Estado
significaría una ruptura histórica y cultural respecto a la Ciudad, y ello se
entiende muy bien, dado que se trata de un orden de cosas en que prevalece la
organización del poder (por el Estado) frente la “comunicación y generalización
del bienestar” que caracteriza a la Ciudad, tanto se trate de las antiguas
Ciudades-Estado griegas y sus Confederaciones; como de la Urbs romana
con sus Federaciones y su Imperio, como de los Burgos y Grados que
protagonizaron la industria y el comercio desde los tiempos alto-medievales
hasta muy cerca de la Edad contemporánea. Sin embargo ha habido entre los
científicos sociales un intento de ruptura entre el concepto del Estado y sus
antecedentes, para de este modo perfilar una noción de “Estado” aislado y
cerrado sobre sí mismo, en virtud de un cierto “formalismo” metodológico que
lleva consigo, sin embargo, consecuencias muy importantes.
Esto se observa a partir de Hobbes.
Cuando se imaginó Hobbes el origen
del Estado en la necesidad de evitar la “guerra de todos contra todos” trataba
de suponer también, aunque sabía bien que ello no era cierto como si
anteriormente no hubiera habido ninguna
otra organización capaz de establecer relaciones de convivencia o , al menos,
reglas básicas que permitieran resolver los conflictos dentro de la sociedad.
Como si no hubiera habido nunca jefes respetables que impusieran paz a los
suyos y que fueran también reclamados
por otros para análogos fines. Por ejemplo, la existencia de los Árbitros (arbi,
erbe, “señor”, “señor hereditario”) cumplió durante milenios el papel
pacificador que Hobbes atribuye por primera vez al Estado, y no era aún Estado.
Lo que sucede es que Hobbes pergeñaba la descripción de un desorden ilimitado
para poder razonar la necesidad de un Estado absolutamente ilimitado en sus
poderes. ¿Dónde sugiere Hobbes que los poderes del Estado hayan de ser
limitados? Se iniciaba la carrera hacia el Estado absoluto, de manera análoga
al modo en que actualmente, en nuestro país, se ha proyectado una carrera en
sentido contrario: la carrera hacia las Autonomías regionales absolutas. Al fin
y al cabo, las razones del Estado absoluto no eran menos falsas que las de las
Superautonomías proyectadas por la frustración, la irresponsabilidad y la
vaciedad mental de quienes esgrimen, como
única razón política, la identificación
de su ambición personal sin límites con la invención de una entidad
pseudo-nacional inexistente, ante la estólida
pacatez de los atónitos ciudadanos
Antes de que la Ciudad hubiera
asumido un significado político, a veces convirtiéndose en Estado y, lo que es
más frecuente, siendo asumida y deglutida por algún Estado; la palabra “ciudad” se refería a
instituciones sociales muy anteriores a los fenómenos del urbanismo y de la
estatalidad. Para buscar tales
referencias nos hemos visto inclinados a salirnos más allá de las sociedades que solemos tener como
“clásicas”en Europa, la griega y romana, y fijarnos en el más amplio espacio
europeo, en que concurren culturas,
lenguas y formas de existencia social mucho más diversificadas; pero donde
encontramos también las formas más antiguas de esa palabra “ciudad”.
Para ello pediremos ayuda a la
filología indoeuropea.
Parece que los usos más antiguos de la raíz
indoeuropea kei-, de que procede filológicamente esta palabra, se halla en los términos góticos hiwo,
hiwa, kiwiski (marido, mujer, familia), y en los anglosajones hid, hisid
(familia), prúsico seimins (familia), lituano seimi (familia), y
eslavo semija (también familia).
El latino civis, en su forma
arcaica keivis, está documentado
ya en momntos muy evolucionados, cuando las familias, tras haberse
integrado en la colectividad
interfamiliar, la gens, habían
constituido ya una organización superior, la civitas.
El civis era un hombre libre
integrado en una civitas, y ésta podía ser para los geógrafos e
historiadores romanos tanto la gran Urbs Roma como las tribus andaluzas
con quienes hacían tratados de mutua no beligerancia o los arriscados poblados
de Cantabria en la época en que ésta luchaba por su independencia.
Adquirido este perfil político, el
significado de civis se oponía, de un lado, al extranjero (hostis
en pie de guerra; hospes en son de paz); de otro al peregrinus (residente
en la propia ciudad); de otro al socius (ciudadano de una ciudad
confederada o aliada).
En cuanto a la situación personal
dentro de las funciones cívicas, el adjetivo civilis se oponía a militaris.
El nombre del lugar de residencia de los cives, la civitas, se
oponía semánticamente a oppidum, plaza militar, y a arx (fortaleza
militar, akrópolis para los griegos), que solían construirse en la parte
del territorio ciudadano más seguro para la defensa. Mas hay que tener en
cuenta que todos los ciudadanos eran simultáneamente soldados. En Roma solían
estar sujetos a enrolamiento entre los 18 y los 60 años, y todo ciudadano que
pretendiera obtener un empleo en la administración civil había de haber pasado
los reglamentarios diez años bajo las armas dentro de las fuerzas de
intervención (exercitus), en un ámbito que, en su máxima extensión,
alcanzaba las Islas británicas, el norte de Africa (la Hispania tingitana
que tenía su capital en Ceuta), Egipto y Libia, la frontera Mesopotámica,y la
frontera Germánica entre el Rhin y el Oder, y Dalmacia, siguiendo el curso del
Danubio. . Los ciudadanos romanos tenían también la obligación legal de casarse
antes de los 30 años para no estar sometidos a un impuesto especial, y ello con
mujer aún fecunda por su edad, para no ser acusados de fraude legal. La
estrecha conexión entre lo familiar y lo público mantenía así el recuerdo de
los orígenes familiares del civis.
Esta tensión entre la personalidad
familiar y social (status libertatis, status familiae) y la personalidad
propiamente política (status civitatis) se viene reproduciendo a lo
largo de la historia occidental, marcando los extremos del individualismo y del
totalitarismo políticos respectivamente una vez que han desaparecido los
contextos que, durante los 2000 años en que tuvo suficiente
vigencia la civilización romana (desde la Roma del 700 a.C., hasta mediados del s.XV en
Constantinopla); encajaran ambos
conceptos con mayor o menor fortuna.. Pero en los últimos tiempos esta
polarización se ha roto, y ha sobrevenido el agostamiento cultural del
protagonismo social del individuo y de la sociedad libre, aplastado por la
imposición prácticamente totalitaria del Estado en todos los órdenes de la
compleja realidad social. Aquí es donde tiene sentido hablar de “civilidad”,
como respuesta crítica a la situación moderna de la sociedad frente al Estado..
La comprensión clásica de la
realidad social se configuraba en una integración unitaria de los elementos
complejos, que mantenían cada uno su propia función y su propia proyección en el ámbito comunitario. Los asuntos de
la continuidad del grupo se confiaban a la fecundidad de la familia. Los
asuntos del trabajo a industriales y navegantes, a propietarios y dependientes.
Los asuntos de la organización ciudadana a los cargos elegidos anualmente por
sorteo, o votados en elección: cargos que usualmente debían dar cuenta, cuatro o seis veces al año, a los contadores
públicos, del modo en que gastaban las
cantidades asignadas al costo de los servicios de que fueran encargados, con
responsabilidad pecuniaria personal en caso de desfalco o mal uso del dinero
público. Estaba prohibido que los funcionarios tuvieran escolta puesto que ello
induciría a su prepotencia e incluso era modo de alzarse con la tiranía (caso
de Pisístrato, el enriquecido dueño de las minas de plata de Ätica); con
excepción en Roma de los funcionarios que portaban las fasces del
Pretor.
Los diversos regímenes políticos de
que Aristóteles hace extensa descripción al fundar la Ciencia de la Política,
no hacían sino proyectar las necesidades básicas que la sociedad de los hombres
libres tenía por más relevantes en cada momento El régimen de tipo monárquico
respondía a la necesidad de unidad de la población y de continuidad. simbólica
de las creencias religiosas ancestrales. La Aristocracia se ocupaba
primordialmente de la defensa y de la integridad territorial. La Plutocracia
era el régimen que se adecuaba al desarrollo económico y la prosperidad
general. La Democracia permitía que los habitantes de los diversos barrios de
la ciudad pudieran colaborar nombrando funcionarios y aprobando leyes (en
Atenas) o que los ciudadanos ordenados en sus unidades militares (Curias,
primero; Centurias más tarde) pudieran aprobar o rechazar, mediante sufragio,
las leyes que se les proponían. Con variadas combinaciones y muy variables
hegemonías los poderes públicos garantizaban, en cierta “justa medida”, las pretensiones e intereses propios de
todas y cada una de las diversa Instituciones que desde el principio formaban
parte de la Ciudad y que, como sucede en el caso de las Familias, de las Gentes
y de las Fratrías, eran muy anteriores a ella.
Las Familias se habían ocupado
siempre de la población y de la
educación; las Gentes de la ocupación y defensa del territorio; las Fratrías y
Curias de la influencia sobre territorios colindantes, trayendo de ellos botín,
y estableciendo alianzas para guerrear o defenderse en un ámbito más amplio que
el ocupado por sus propios paisanos.
Pero todo esto cambió y
necesariamente debió cambiar. Pero en ello no todo ha sido bueno ni mucho menos
necesario, aunque haya sucedido por sus pasos contados.
En la Europa moderna, tras el
radical planteamiento de las Soberanías estatales, las cosas han ido
evolucionando de manera que permite, dados sus métodos y dados sus resultados, valoraciones
críticas muy distintas. Los hechos podrían dar razón de ello. Por ejemplo, hace
pocos años me permití manifestar, en un Acto Académico de la Universidad en que
ejercía como Catedrático, que actualmente los Estados se encontraban muy a
gusto en una situación administrativa que prolongaba las directrices políticas
que se establecieron desde finales del s.XIX, convirtiendo los Estados europeos
en Estados en guerra: regulación de la economía como economía de guerra, la
cultura como cultura de guerra, educación como educación de guerra, enseñanza
universitaria al servicio de los funcionarios del Estado, restricción de
comunicaciones personales y de flujos de mercancías bajo criterios propios de
una situación de guerra, etc. Y me permití considerar que los Estados no tenían
intención de volver sobre sus pasos, sino convertirse, fueran o no
capaces, en agentes únicos de toda
actividad social. Las asociaciones laborales. que habían nacido como
movimientos solidaristas supra-estatales,
se configuraban como elementos intra-estatales, pero se organizaban,
miméticamente bajo el signo de la violencia, aunque ello fuera sólo como
táctica contra los patronos y la sociedad burguesa, bajo slogans de lucha y más
lucha, hasta la lucha final. Los partidos políticos crearon gigantescos
Aparatos que sustituyeron a conveniencias locales, a ideales personales, a
intereses económicos, integrándolo todo bajo consignas demagógicas y
arbitrarias, despiadadas contra sus rivales y dañinas contra el conjunto de la
sociedad a poco que se las pretendiera establecer. De este modo se ha llegado a
destruir las funciones familiares tradicionales (despenalizando la enorme
sangría del aborto, dando tratamiento legal de “familia” a cualquier coyunda
sexoide necesariamente estéril); El Estado
se ha apoderado de las directrices para la educación de las personas bajo el
monopolio político incluso de la formación profesional hasta más allá de la
veintena, e incluso más allá. El Estado
ha creado Ministerios de Cultura, primeramente en los regímenes comunistas y
nazis, inaugurando modas pronto seguidas entusiastamente por personajes a
quienes, a veces,.deberíamos recordar bajo aquella trágica pero infinitamente
bondadosa frase: “¡Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen!”.
La explicación teórica de este
fenómeno de tal modo que parezca normal, merece ser considerada. Hay que
advertir, sin embargo, que la organización del Estados responde aún a una
actitud completamente distinta de las técnicas de organización supranacional
que la Unión Europea ha adoptado, en que, si deben tomarse decisiones que
rebasan la competencia de cada uno de los Estados, éstos de algún modo acrecen
su propia autoridad al cumplir aquéllas, pues la Unión Europea les ayuda de
algún modo superar o rectificar distorsiones que en cada Estado se hubieran
producido de no existir ese nivel de presencia de cada uno de ellos en los
Organismos directivos y representativos del conjunto de la Unión. Precisamente
cuando la Unión Europea parece tomar definitivamente una velocidad de crucero
en la organización del trabajo y en la promoción del bienestar de los
ciudadanos de 25 Estados europeos, estamos en buen momento para reflexionar
sobre estos temas. O, al menos, conocer el conjunto de datos fácticos y
culturales que podrían ser tenidos en cuenta..
Aunque ello parezca sólo una
distinción de filósofos, la explicación de la invasión del cáncer estatal sobre
la sociedad civil puede hacerse del modo siguiente, en torno a un concepto que
se desarrolla bajo el término de sýnthesis.
En el lenguaje que expresaba el pensamiento de los
griegos, incluyendo también los conceptos de sus filósofos, la “síntesis”
consistía en la permanente organización progresiva de un elemento real
cualquiera, tanto físico como cultural, donde cada aportación nueva era
incluida en la organización común buscándola un hueco y unas conexiones
internas que permitieran el enriquecimiento de las funciones propias y su
ulterior integración en el mundo de las cosas en que se instalara..
En la filosofía racionalista de la
Ilustración, por el contrario, la supremacía del pensamiento individual bajo la
marca “razón”, y buscando en muchos momentos vías, ya para argumentar las
necesidades de la reforma social y política de una Europa que había agotado
probablemente las capacidades de los regímenes del Absolutismo Ilustrado. Este
régimen, que venía también frustrando
las incontinencias de unos grupos sociales muy cultos personalmente y muy
desarrollados económicamente, llegó a
inspirar en los filósofos alemanes de finales del s.XVIII y comienzos del
XIX una metodología que, en términos anecdóticos pero
significativos, podría expresarse de este modo: si la Realidad no estaba conforme con la Razón, “peor para la
realidad”. Puesto que todo lo “real” es “racional”, todo lo “imaginado como
racional” debe ser “real”. Y cuando un teutón afirma que algo “debe ser”
significa: “Yo quiero que sea”.
Hégel desplegó una teoría de la
Historia Universal que en su intención se producía en términos de despliegue de
la Libertad. Y el método en que explicaba todas las transformaciones sociales y
políticas era “dialéctico”. Cada hecho o situación se configuraba como
“posición” (tesis), que en cuanto se empezaba a hacer insegura o inadecuada
creaba una “oposición” (antítesis) de tal modo que la evolución posterior de
ambas conduciría a su mutua anulación de tal modo que sus elementos propios
vendrían a ser asumidos integrando otro nuevo nivel que superaba a ambos
(síntesis). El resultado era la desaparición de lo anterior y su sustitución
por lo nuevo. Y esto nuevo adquiría tanto los elementos como las funciones
sociales de lo antiguo. Los “derechos” que los elementos sustituídos hubieran
tenido se incorporaban reforzadamente en el sustituto. La Sociedad Civil y
todos los elementos que la constituían fue “asumida” en el Estado. El Estado
“deglutió dialécticamente”elementos que era incapaz de “digerir”, y al intentar
forzar, por recursos políticos,
administrativos, jurídicos o culturales, ese proceso de “asimilación”, produjo
las “indigestiones” conocidas: el socialismo utópico, el comunismo proletario,
el nazismo totalitario, el solidarismo insolvente, la demagogia galopante, el
dersvaimiento terreno-seráfico de la llamada democracia cristiana, el
desarrollismo asimétrico del comercio internacional, el globalismo del
bienestar, los privilegios insolidarios de los Estados exportadores de
petróleo, el rencor de los fanáticos globalizados organizados estatalmente o
lanzados a la destrucción de otros Estados, etc..
Tal podríamos resumir la nueva
situación. El Estado legisla sobre la familia sustituyendo como criterio
definidor las diversas modaliades de disfrute orgásmico, sin atender a las
funciones reproductivas, creativas y educativas de la sexualidad biológicamente
normal, y estableciendo contra naturaleza tanto nuevas pautas para ser
entendido “legalmente” como “familia”, inventar modos de ejercer la potestad
familiar, imponerr nuevas preferencias en el orden de sucesión patrimonial
ab-intestato, etc. .
El Estado legisla sobre la educación
creando los gigantescos Ministerios de Educación (sustituyendo la tradicional
función que el propio Estado tenía en una sociedad más libre bajo la
denominación de Ministerio de Instrucción Pública). Pero la denominación de
“Educación” expresa simplemente el deseo de manipulación ideológica, al menos
en el momento en que se empezó a usar y en todos los regímenes sucesivos desde
entonces. Efectivamente, y tomando como ejemplo a España, era el instrumento para el “Estado
totalitario”: desde 1938 y sin disimular su propio nombre , de influencias
fascistoides. El Ministerio de
Educación trataba de conseguir, en las épocas neo-católicas, que todo niño español debía aprender a salvarse
y a evitar la condenación eterna. Más adelante, cuando el poder político fue
asumido por quienes mayoritariamente eran apóstatas de las creencias
cristianas, y trataban con furor edípico de matar los perfiles de su propia
sombra, hicieron que el Ministerio de Educación sirviera para que los niños
aprendieran que no era preciso seguir las orientaciones morales del
Cristianismo porque el Estado constitucional no era confesional. Los niños
aprenderían que eso de estudiar no merecía la pena porque el curriculum
ordenaba pasar de curso indefinidamente mientras el cuerpo aguantase. También
el progresismo mandaba, ya desde 1970,
que era prácticamente forzoso cursar carreras universitarias y ello fue
entendido posteriormente como que era progresista crear aparcaderos juveniles
hasta en las poblaciones de 50.000
habitantes, denominando”profesores” a toda la sarta de amiguetes que se
acercaran por allí. Y se distribuyeron miles de becas para que los chicos
pudieran trasladarse fuera de su propia casa, aunque se hubieran llevado hasta
allí Centros llamados Universitarios, para estudiar carreras que no la sociedad
no necesitaba, y sin que los privilegiados acreditaran unas mínimas condiciones
de esfuerzo y aprovechamiento que mostrasen su mérito para estar subvencionados
por los impuestos de todos.
Con ese ánimo absorbente y
entusiasta se crean Empresas industriales y comerciales. Se reglamentan los
requisitos para construir edificios, y
las declaraciones de urbanización crean de la nada supermillonarios, y de paso
relegan a la miseria a sus colindantes. Las Corporaciones locales se quedan
con terrenos de particulares para crear en ellos grandes edificios que
originarán nuevos gastos innecesarios,
pero suntuarios y muy “culturales”, cuya subvención miserable no permite
el acceso de las gentes una vez que el Capitoste de turno ya se ha hecho la
foto de inauguración. Todo en el
Estado, del Estado y por el Estado
La “civilidad” se entiende, en
comparación con esos términos que expongo con evidente exageración hasta
incurrir en ridículo, pero que indican situaciones en que el Estado se comporta
“totalitariamente”, y con efectos plenamente perversos. Pues una de las más
elementales leyes sociológicas es que el modo más infalible de destruir algo es
sustituirlo. Por ejemplo, para destruir la Democracia hay métodos que consisten
en sustituirla: la “democracia orgánica”, la ·democracia sindical” la
“democracia popular”, la democracia bolivariana” etc. tienen algo en común: que
no son democráticas. Y para no incurrir en defecto afirmaré aún. La excepción a
esa regla de des-calificativos es la “democracia liberal”, porque este nombre
no viene asumido por ningún régimen, desde sí mismo, dado que es solamente el
calificativo que las democracias falsas
dan a la auténtica, para intentar
legitimarse desvalorizando la autenticidad de la democracia en estricto
sentido. Y abonando en este tipo de argumentos ¿puede imaginarse qué indica la
expresión “profundizar la democracia”? Simplemente intentar reducir a régimen
totalitario Instituciones, funciones y sectores de realidad social que para
nada necesitan estar sometidos a unas reglas que solamente tienen legitimidad
para hacer posible la existencia de libertad en la organización del poder
político. Pero aquellos que tienen
mente totalitaria quieren reducir cualquier clase de entidad, institución u
organización social, cualesquiera que sean sus promotores, sus modos de
actuación o sus fines, al régimen común
denominador de su propia ideología totalitaria. ¿Cómo se los reconocerá? Pues
fijándose en que no cesa de salir de sus labios la palabra “democracia”.tanto
para legitimar cualesquiera de sus pretensiones programáticas como para
insultar, negándole tal carácter que ellos definen “ex cátedra” a quien se
atreva a oponerse.
Pero ya ha llegado el momento de
exponer, en positivo, qué se entiende por “civilidad” Para ello me referiré a
tres enormes pensadores que han volcado su esfuerzo y, a veces también su vida,
a esta tarea.
El primero de ellos será un gran
intelectual español, Eloy Luis André, a quien las desventuras de nuestra Guerra
Civil (1836-39) impidieron el acceso a la Cátedra universitaria a que en
repetidas ocasiones optó. Entre todos sus libros escogeré su Deontología,
editada en Madrid a fines de 1931.
El segundo pensador será Marco Tulio
Cicerón, que poco antes de morir degollado a manos de esbirros del triunviro
Antonio había escrito su libro Sobre los deberes.
El tercero el ya fallecido profesor
Umberto Campagnolo, fundador de la Sociedad europea de Cultura en los
años 50 del pasado siglo, algunos de cuyos escritos serán próximamente editados
en español bajo el título Una cultura para la paz.
La deontología de Eloy Luis André
estaba fundada sobre la necesidad del esfuerzo personal como primario asiento e
instrumento de todo valor humano. Sus objetivos últimos mirarían a la
construcción de una persona vibrante, entusiasta y volcada hacia el bienestar
común. Estudia sobre todo el pragmatismo de las virtudes sociales, sugiriendo
el campo en que deben construirse en los diferentes ámbitos de la existencia, y
perfilando la peculiaridad de los valores que han de ser realizados en esos
diversos campos. Así la Sociedad en general, la Familia, el Estado, la Nación,
la Moralidad cívica, la Patria, el Ideario patriótico, el Amor a la patria, las
consignas del patriotismo, el Trabajo, los Valores Culturales, la Cultura
espiritual, y el ideal moral de la Humanidad. Todo un programa y toda una
elaboración doctrinal a la altura del rigor científico y bajo la inspiración de
la misión didáctica de un gran profesor. Estos capítulos podrían servir de guía
para quien tratase de desarrollar sistemáticamente cuál es el contenido
personal y social de esa “civilidad” que nos preocupa.
.Otro modelo sería el configurado
por el gran retórico y político latino Cicerón. Éste, al cerrar el balance de
toda una historia cultural en el momento posterior a las novedades que habían
preludiado Mario, Catilina y Julio César y antes de que comenzara el régimen
Imperial desde el acceso al poder del sobrino de éste, Octaviano; describe la figura del
“ciudadano”: un ser activo, digno, razonable, responsable de sí mismo y de la
mejor convivencia posible con los demás. El ciudadano comienza por cuidar de sí
mismo y ha de procurar lo preciso para subsistir él y los suyos, pero
advirtiendo siempre las consecuencias de sus actos sobre los otros y sobre
todos los asuntos. Su experiencia le permite distinguir lo que será conveniente
o nocivo para un entendimiento y una compatibilidad de los intereses de todos.
La virtud consiste en desarrollar las propias capacidades y cooperar con los
esfuerzos de los demás: libertad que no perjudique a nadie y garantías para la
libertad de todos. Cada uno depende necesariamente de los demás, aprende de
todos, y debe devolverles en términos de lealtad y reciprocidad cuanto de
favorable ha recibido de ellos, transmitiendo a sucesivas generaciones los
beneficios comunes: seguridad colectiva, prosperidad económica, altura de
conciencia moral, honorabilidad social, libertad común, felicidad humana
gracias a las comunicaciones de la amistad y del amor..
Para Cicerón las gradaciones de la
expansión de la virtud cívica son múltiples. Dentro del universo de los seres
humanos se establecen comunicaciones más particulares, con gentes de diversa
raza, nacionalidad, lenguaje, ciudadanía. Esta última es la relación más
estable y productiva de todas, pero no es exclusivamente política sino cívica:
en la convivencia ciudadana se enlazan la mayor parte de los intereses
concretos de la convivencia: las calles, los templos, los porches, los paseos,
las leyes, los juramentos, las tradiciones , los tribunales, la organización
pública a través de los sufragios, los negocios, las uniones familiares, la
amistad, la búsqueda de honores a través de su acierto en prestar servicios
públicos, etc..
(Un paréntesis en este momento: el
estudio de Cicerón acerca del Estado y sus estructuras había sido ya efectuado
en otros libros suyos, sobre todo el tratado Sobre la Cosa Pública,
redactado en los años anteriores al ahora mencionado).
Por último, el pensamiento de
Umberto Campagnolo, uno de los maestros más queridos y seguidos por el
recientemente fallecido, Norberto Bobbio, se mueve en términos de una filosofía
crítica de la actual situación del mundo, desde aquella confrontación que hemos denominado durante
medio siglo “la Guerra Fría” La sociedad humana requiere una nueva y radical
solidaridad. Ésta ha de surgir en la convicción de que el diálogo entre las
personas es al mismo tiempo un momento de libertad y un proceso de necesidad.
Hay que buscar una cierta “conciencia del mundo” en base de la realidad moral y
política que formará la estructura del mundo que se está fraguando en medio de
las tensiones culturales, estratégicas y económicas existentes. Todos los
conflictos han de hallar soluciones pacientes y paulatinas a través del buen
sentido y la razonable disposición cooperadora de todos. La “conciencia del
mundo” anida en quienes son hombres que inquieren el sentido y los objetivos de
los esfuerzos que los pueblos llevan a cabo para asegurarse condiciones de
desarrollo económico y jurídico que haga posible y que garantice el bienestar
de todos. La “conciencia del mundo” es una concepción de la Humanidad que
tiende a superar la fase en que se identificaba existencia personal con la
potestad exclusiva del Estado. “En esta hora de la historia, todo nos lleva a
pensar que el hombre, empujado por el progreso de la ciencia y de la técnica
que han cambiado profundamente la condición de la existencia humana, ha elevado
la necesidad de libertad hasta hacerle reencontrar la exigencia de la
solidaridad. También el hombre busca ahora crear una sociedad donde uno y otro
estén igualmente satisfechos, y esta sociedad, evidentemente, no puede ser sino
universal... “También el nacimiento de un orden de derecho aplicable a todos
los hombres, aparece como la condición necesaria para que la solidaridad humana
-de la que el arte, la filosofía, y la
ciencia no dejan de manifestarse- devenga una realidad de la historia”.
De haber vivido actualmente, Umberto
Campagnolo hubiera podido comprobar que esta realidad que es la Unión Europea
puede representar en el mundo actual, tan distinto ya al que él pudo conocer en
vida a pesar de los pocos años transcurridos desde su muerte, un eslabón necesario
en esta larga marcha de la Humanidad en búsqueda de su equilibrio, entre el
orden de la seguridad, que necesitamos, y el orden de la libertad, en que
existimos. Este equilibrio nos vendría indicado por esa noción de “civilidad”
sobre la cual hemos reflexionado. Un equilibrio que simboliza, en nuestra
opinión, el lema que desde sus comienzos adoptó la Sociedad europea de
cultura : “buscar una paz que no tenga como única alternativa la guerra”.
Si bien la “civilidad” ha de reunir el esfuerzo requerido para su objetivo: no
hay paz sin justicia, ni justicia sin prudencia, ni prudencia sin fortaleza. En
boca del más ilustre de los diplomáticos de la historia española, el gran
Saavedra Fajardo. “No halla la paz quien la busca, sino quien la obliga”. Para los pacatos incapaces de defenderse
ante la opresión interna o la agresión externa quedará la servidumbre, mientras
que la dignidad requiere hacerse respetar. En la ética del esfuerzo se sabe que
todo lo valioso cuesta. La “civilidad” implica la iniciativa constante de la
persona humana para garantizar sus propios derechos y para enfrentarse con
quienes humillarían su dignidad, sin esperarlo todo de la prepotencia teórica
del Estado en una actitud que implicaría, realmente, renuncia a la dignidad personal.
Aún merece la pena meditar sobre
otro asunto. La civilidad europea no puede ser entendida separada de las raíces
culturales de la propia Europa. El ámbito europeo incluiría también a los
territorios de la península anatolia y de sus contornos inmediatos. No debemos
olvidar que en ella surgió el motivo histórico de la gran epopeya homérica, en
las costas jonias nacieron los primeros filósofos griegos, en aquella tierra
nacieron Aristóteles y san Pablo, y en Antioquía tuvo su primera Cátedra san
Pedro. Las cartas de san Pablo a los Gálatas tenían por destinatarios a tribus
galas que cuatro siglos antes habían llegado allí desde el centro de Europa. De
la costa libanesa habían partido los primeros colonizadores del Mediterráneo
europeo precediendo a los navegantes griegos y dando su nombre a Gades, hace
más de 3.000 años. A pocos kilómetros de esa misma costa, Jerusalén fue símbolo
y sede de las dos grandes religiones que hicieron posible pensar y sentir la
libertad religiosa y con ella las dimensiones antropológicas de toda libertad.
El monoteísmo hebreo la hacía posible albergándola en la distancia que sus
creencias abrían entre el Dios creador y legislador y la promesa del futuro
Mesías. El monoteísmo trinitario cristiano permitía a su vez una religiosidad
compleja, en que las funciones del Padre creador y legislador, del Hijo
redentor y salvador, y del Espíritu inspirador y purificador, definían un
ámbito del que se hallaría muy lejos la posterior visión del Dios unitario,
absoluto y determinante, frente al cual el “fiel” quedaría reducido a total
sumisión y a eventual servidumbre.
Otro ha sido el fruto de las dos
religiones de la libertad. La “libertad” inspirada por la cultura hebrea
llevaba consigo una esperanza radical que le daba consistencia y densidad. A su
vez la “libertad” inspirada en el Dios trinitario reflejaría sobre las
instituciones sociales esa diversidad de funciones personales que, proyectadas
hacia la estructura del Estado, permitía imaginar que también en él la libertad
sería posible, si sus funciones se distinguían suficientemente entre sí y cada
una llevaba a cabo su tarea propia:
ordenando y legislando, juzgando, promoviendo cierto equilibrio en la
organización interna del propio Estado. No es casual el hecho de que haya sido
dentro de este espíritu europeo donde hayan fraguado las más profundas y
expansivas concepciones de la libertad social, originando las concepciones del
Derecho Natural, de las Constituciones que regulaban la división de poderes y
la primacía de los Derechos Humanos, y
en definitiva de la Democracia y de la civilización de la Ley.
Las circunstancias bélicas y la
proyección social de cada una de estas tres maneras de existencia religiosa han
conducido a la situación de que los grandes países en que se instaló el monoteísmo
islámico hayan quedado sometidos a sistemas sociales poco propicios al
desarrollo de la libertad individual y social, lo que establece una distancia cultural imposible de
adaptarse espontáneamente a aquellas otras culturas en que tales modos de vida
se han desarrollado poderosamente, gracias a la vigencia que durante mucho
tiempo han tenido en ellas las
religiones que hicieron posible la vigencia social de la libertad personal, y
que significan actualmente el valor que deba ser destruido por los mantenedores
de cualquier totalitarismo ideológico y político.
Sin embargo, ¿no sería posible que,
a través de la adopción por países de cultura islámica, si así lo quisieran
ellos, de las instituciones
democráticas desarrolladas ya en los países de cultura cristiana que ocupan la
mayor parte del territorio actual europeo, llegaran aquéllos a homologarse
políticamente a éstos, y a instalarse en un plano semejante de convivencia
democrática y de respeto a las libertades comunes?
Para ello, el factor más decisivo en esta transformación habría de proceder
de la actual Unión Europea. Ella sola posee ahora los criterios que permitieran
las motivaciones de cambio, al menos en la aceptación de las condiciones de
libertad social, de participación democrática y de integración cultural,
concretamente en los niveles precisos para una cooperación e intercambio, desde
donde alcanzar análogos objetivos sociales, y
buscar los oportunos valores
personales y colectivos. Podrían recuperarse,
para el estilo de civilidad que es caracterizador de la existencia
social de la Europa de raíces culturales cristianas, países que antiguamente
participaron de las mismas antes de haber sido sumergidos por la marea del
monoteísmo totalitario. Tal vez ello sería el mejor método para que gentes, que
actualmente se sienten libres por haber tenido la suerte de haber conservado
sus raíces, no lleguen a ver que les son arrancadas a su vez, junto con la
libertad y la prosperidad que ellas le produjeron. Franceses, alemanes o
españoles no somos más indoeuropeos que armenios, afganos o albanos,y éstos no
son menos inteligentes que aquéllos
Pero no hace demasiado tiempo que las tierras más prósperas y cultas del
mundo mediterráneo eran Alepo, Damasco, Constantinopla, Alejandría, Cartago,
Túnez, antes de que les sucediera lo que les sucedió. Dionisio, Atanasio,
Jerónimo, Agustín eran las lumbreras del mundo cristiano. ¿qué fue de sus
escuelas y de sus alumnos?
La civilidad europea debe mirar
también, no sólo a sus propias condiciones y a sus objetivos inmediatos, sino
también a su futuro y a su expansión. Su destino es también su responsabilidad:
animar con su ejemplo al resto del mundo, comenzando por su ámbito más
inmediato, a ejercer la libertad y a hacerse responsable de las deficiencias propias, para así poder ayudar mejor a las
necesidades ajenas. La civilidad europea se traicionaría a sí misma si no
pensara más allá de su propio mundo.
Lucio Anneo Séneca expresó el sentido de esta empresa en una frase inmortal:
“somos miembros de un mismo cuerpo inmenso”, cuya existencia sólo tiene sentido
digno desde la responsabilidad común de
la necesaria libertad. Esto me parece
ser el sentido de la civilidad europea
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© THÈMES V/2004